Mises Daily

El mercado, parte 1

[Nota del editor: En este importantísimo capítulo 15 de Acción humana (cuya primera mitad se presenta aquí), Mises explica qué es realmente el mercado —un proceso en el que millones de individuos interactúan mediante intercambios voluntarios— y cómo da lugar a los precios cuantitativos que sustentan el concepto mental de capital y, por tanto, el cálculo económico. Al exponer su análisis del mercado en sí, Mises ha elaborado un capítulo que, según Robert Murphy, «podría servir casi como una introducción independiente a la economía de libre mercado»].

1. Las características de la economía de mercado

La economía de mercado es el sistema social de la división del trabajo bajo la propiedad privada de los medios de producción. Todo el mundo actúa en su propio nombre; pero las acciones de todo el mundo tienen como objetivo la satisfacción de las necesidades de los demás, así como la satisfacción de las propias. Todos, al actuar, sirven a sus conciudadanos. Todo el mundo, por otra parte, es servido por sus conciudadanos. Todo el mundo es un medio y un fin en sí mismo; un fin último para sí mismo y un medio para otras personas en sus esfuerzos por alcanzar sus propios fines. Este sistema está dirigido por el mercado. El mercado orienta las actividades del individuo hacia los canales en los que mejor sirve a las necesidades de sus semejantes.

En el funcionamiento del mercado no hay coacción ni coerción. El Estado, el aparato social de coacción y compulsión, no interfiere en el mercado ni en las actividades de los ciudadanos dirigidas por el mercado. Emplea su poder para someter a la gente únicamente para prevenir acciones destructivas para la preservación y el buen funcionamiento de la economía de mercado. Protege la vida, la salud y la propiedad del individuo contra las agresiones violentas o fraudulentas de los gánsteres domésticos y de los enemigos externos. Así, el Estado crea y preserva el entorno en el que la economía de mercado puede funcionar con seguridad.

El lema marxiano «producción anárquica» caracteriza pertinentemente esta estructura social como un sistema económico que no está dirigido por un dictador, un zar de la producción que asigna a cada uno una tarea y le obliga a obedecer este mandato. Cada hombre es libre; nadie está sometido a un déspota. El individuo se integra por sí mismo en el sistema cooperativo. El mercado le dirige y le revela de qué manera puede promover mejor su propio bienestar y el de los demás. El mercado es supremo. Sólo el mercado pone en orden todo el sistema social y le da sentido y significado.

El mercado no es un lugar, una cosa o una entidad colectiva. El mercado es un proceso, actuado por la interacción de las acciones de los distintos individuos que cooperan en la división del trabajo. Las fuerzas que determinan el estado del mercado, que cambia continuamente, son los juicios de valor de estos individuos y sus acciones dirigidas por estos juicios de valor. El estado del mercado en cualquier momento es la estructura de los precios, es decir, la totalidad de las relaciones de intercambio establecidas por la interacción de los que desean comprar y los que desean vender. No hay nada inhumano o místico en relación con el mercado. El proceso de mercado es enteramente un resultado de las acciones humanas. Todo fenómeno de mercado puede remontarse a decisiones concretas de los miembros de la sociedad de mercado.

El proceso de mercado es el ajuste de las acciones individuales de los distintos miembros de la sociedad de mercado a los requisitos de la cooperación mutua. Los precios del mercado indican a los productores qué producir, cómo producir y en qué cantidad. El mercado es el punto focal hacia el que convergen las actividades de los individuos. Es el centro desde el que irradian las actividades de los individuos.

La economía de mercado debe diferenciarse estrictamente del segundo sistema pensable —aunque no realizable— de cooperación social bajo la división del trabajo: el sistema de propiedad social o gubernamental de los medios de producción. Este segundo sistema se denomina comúnmente socialismo, comunismo, economía planificada o capitalismo de Estado. La economía de mercado —o el capitalismo, como suele llamarse— y la economía socialista se excluyen mutuamente. No es posible ni pensable una mezcla de los dos sistemas; no existe la economía mixta, un sistema que sería en parte capitalista y en parte socialista. La producción está dirigida por el mercado o por los decretos de un zar de la producción o de un comité de zares de la producción.

Si dentro de una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción algunos de estos medios son de propiedad y explotación pública —es decir, propiedad y explotación del gobierno o de uno de sus organismos—, esto no da lugar a un sistema mixto que combine el socialismo y el capitalismo. El hecho de que el Estado o los municipios posean y exploten algunas plantas no altera los rasgos característicos de la economía de mercado. Estas empresas de propiedad y gestión pública están sometidas a la soberanía del mercado. Deben encajar, como compradores de materias primas, equipos y mano de obra, y como vendedores de bienes y servicios, en el esquema de la economía de mercado. Están sujetas a las leyes del mercado y, por tanto, dependen de los consumidores que pueden o no patrocinarlas. Deben esforzarse por obtener beneficios o, al menos, por evitar pérdidas. El gobierno puede cubrir las pérdidas de sus fábricas o comercios recurriendo a los fondos públicos. Pero esto no elimina ni mitiga la supremacía del mercado; simplemente la traslada a otro sector. Porque los medios para cubrir las pérdidas deben obtenerse mediante la imposición de impuestos. Pero esta imposición tiene sus efectos en el mercado e influye en la estructura económica según las leyes del mercado. Es el funcionamiento del mercado, y no el gobierno que recauda los impuestos, el que decide sobre quién recae la incidencia de los impuestos y cómo afectan a la producción y al consumo. Así pues, es el mercado, y no una oficina gubernamental, el que determina el funcionamiento de estas empresas públicas.

Nada que esté relacionado de algún modo con el funcionamiento de un mercado puede llamarse, en el sentido praxeológico o económico, socialismo. La noción de socialismo, tal y como la conciben y definen todos los socialistas, implica la ausencia de un mercado de factores de producción y de precios de dichos factores. La «socialización» de las fábricas, los comercios y las explotaciones agrícolas individuales —es decir, su traspaso de la propiedad privada a la pública— es un método para lograr el socialismo mediante medidas sucesivas. Es un paso en el camino hacia el socialismo, pero no es socialismo en sí mismo. (Marx y los marxistas ortodoxos niegan rotundamente la posibilidad de ese acercamiento gradual al socialismo. Según su doctrina, la evolución del capitalismo llegará un día a un punto en el que de un solo golpe el capitalismo se transforme en socialismo).

Las empresas estatales y la economía soviética rusa están, por el mero hecho de comprar y vender en los mercados, conectadas con el sistema capitalista. Ellas mismas dan testimonio de esta conexión calculando en términos de dinero. Utilizan así los métodos intelectuales del sistema capitalista que condenan fanáticamente.

Pues el cálculo económico monetario es la base intelectual de la economía de mercado. Las tareas que se plantean para actuar dentro de cualquier sistema de división del trabajo no pueden realizarse sin el cálculo económico. La economía de mercado calcula en términos de precios monetarios. El hecho de que sea capaz de realizar dicho cálculo fue decisivo para su evolución y condiciona su funcionamiento actual. La economía de mercado es real porque puede calcular.

2. Capital

La herramienta mental de la economía de mercado es el cálculo económico. La noción fundamental del cálculo económico es la noción de capital y su correlativo ingreso.

Las nociones de capital y renta, tal como se aplican en la contabilidad y en las reflexiones mundanas de las que la contabilidad no es más que un refinamiento, contraponen los medios y los fines. La mente calculadora del actor traza una línea divisoria entre los bienes de consumo que planea emplear para la satisfacción inmediata de sus necesidades y los bienes de todos los órdenes —incluidos los de primer orden1 —  que planea emplear para proveer, mediante la actuación posterior, la satisfacción de necesidades futuras. La diferenciación de medios y fines se convierte así en una diferenciación de adquisición y consumo, de negocio y hogar, de fondos comerciales y de bienes domésticos. El conjunto de bienes destinados a la adquisición se evalúa en términos monetarios, y esta suma —el capital— es el punto de partida del cálculo económico. El fin inmediato de la acción adquisitiva es aumentar o, al menos, conservar el capital. La cantidad que se puede consumir en un período determinado sin que disminuya el capital se llama renta. Si el consumo supera la renta disponible, la diferencia se denomina consumo de capital. Si la renta disponible es mayor que la cantidad consumida, la diferencia se llama ahorro. Entre las principales tareas del cálculo económico están las de establecer las magnitudes de la renta, el ahorro y el consumo de capital.

Las reflexiones que llevaron al hombre actuante a las nociones implícitas en los conceptos de capital y renta están latentes en toda premeditación y planificación de la acción. Incluso los campesinos más primitivos son vagamente conscientes de las consecuencias de los actos que para un contable moderno aparecerían como consumo de capital. La reticencia del cazador a matar una cierva preñada y la inquietud que sienten incluso los guerreros más despiadados al cortar árboles frutales son manifestaciones de una mentalidad influida por tales consideraciones. Estas consideraciones estaban presentes en la milenaria institución jurídica del usufructo y en costumbres y prácticas análogas. Pero sólo las personas que están en condiciones de recurrir al cálculo monetario pueden desarrollar con total claridad la distinción entre una sustancia económica y las ventajas que se derivan de ella, y pueden aplicarla con claridad a todas las clases, tipos y órdenes de bienes y servicios. Sólo ellos pueden establecer tales distinciones con respecto a las condiciones perpetuamente cambiantes de las industrias de transformación altamente desarrolladas y a la complicada estructura de la cooperación social de cientos de miles de puestos de trabajo y rendimientos especializados.

Mirando hacia atrás, desde el conocimiento proporcionado por la contabilidad moderna hasta las condiciones de los ancestros salvajes de la raza humana, podemos decir metafóricamente que ellos también utilizaban el «capital». Un contable contemporáneo podría aplicar todos los métodos de su profesión a sus primitivas herramientas de caza y pesca, a su cría de ganado y a su labranza de la tierra, si supiera qué precios asignar a los distintos artículos en cuestión. Algunos economistas concluyeron allí que el «capital» es una categoría de toda la producción humana, que está presente en todo sistema pensable de conducción de los procesos de producción —es decir, no menos en la ermita involuntaria de Robinson Crusoe que en una sociedad socialista— y que no depende de la práctica del cálculo monetario.2  Esto es, sin embargo, una confusión. El concepto de capital no puede separarse del contexto del cálculo monetario y de la estructura social de una economía de mercado en la que sólo es posible el cálculo monetario. Es un concepto que no tiene sentido fuera de las condiciones de una economía de mercado. Desempeña un papel exclusivamente en los planes y registros de los individuos que actúan por cuenta propia en dicho sistema de propiedad privada de los medios de producción, y se desarrolló con la difusión del cálculo económico en términos monetarios.3

La contabilidad moderna es el fruto de una larga evolución histórica. Hoy en día existe, entre los empresarios y los contables, unanimidad en cuanto al significado del capital. El capital es la suma del equivalente en dinero de todos los activos menos la suma del equivalente en dinero de todos los pasivos dedicados en una fecha determinada a la realización de las operaciones de una unidad empresarial concreta. No importa en qué consistan estos activos, si son terrenos, edificios, equipos, herramientas, bienes de cualquier tipo y orden, créditos, cuentas por cobrar, dinero en efectivo o lo que sea.

Es un hecho histórico que, en los primeros tiempos de la contabilidad, los comerciantes, que fueron los que marcaron el camino hacia el cálculo monetario, no incluyeron mayoritariamente el equivalente en dinero de sus edificios y terrenos en la noción de capital. Otro hecho histórico es que los agricultores tardaron en aplicar el concepto de capital a sus tierras. Incluso hoy en día, en los países más avanzados, sólo una parte de los agricultores está familiarizada con la práctica de una contabilidad sólida. Muchos agricultores aceptan un sistema de contabilidad que no tiene en cuenta la tierra y su contribución a la producción. Sus anotaciones contables no incluyen el equivalente en dinero de la tierra y, en consecuencia, son indiferentes a los cambios en este equivalente. Estas cuentas son defectuosas porque no transmiten la información que es el único objetivo que persigue la contabilidad del capital. No indican si el funcionamiento de la explotación ha provocado o no un deterioro de la capacidad de la tierra para contribuir a la producción, es decir, de su valor de uso objetivo. Si se ha producido una erosión del suelo, sus libros lo ignoran y, por tanto, la renta calculada (rendimiento neto) es mayor de lo que hubiera mostrado un método de contabilidad más completo.

Es necesario mencionar estos hechos históricos porque influyeron en los esfuerzos de los economistas por construir la noción de capital real.

Los economistas se enfrentaron, y aún se enfrentan, a la creencia supersticiosa de que la escasez de factores de producción podía ser eliminada, en su totalidad o al menos en cierta medida, mediante el aumento de la cantidad de dinero en circulación y la expansión del crédito. Para tratar adecuadamente este problema fundamental de la política económica, consideraron necesario construir una noción de capital real y oponerla a la noción de capital aplicada por el empresario, cuyo cálculo se refiere al conjunto de sus actividades adquisitivas. En el momento en que los economistas se embarcaron en estos esfuerzos, todavía se cuestionaba el lugar del equivalente monetario de la tierra en el concepto de capital. Por ello, los economistas consideraron razonable prescindir de la tierra al construir su noción de capital real. Definieron el capital real como la totalidad de los factores de producción disponibles. Se iniciaron discusiones sobre si las existencias de bienes de consumo en manos de las empresas son o no capital real. Pero hubo casi unanimidad en que el dinero en efectivo no es capital real.

Ahora bien, este concepto de la totalidad de los factores de producción producidos es un concepto vacío. Se puede determinar y sumar el equivalente en dinero de los distintos factores de producción que posee una unidad empresarial. Pero si nos abstraemos de tal evaluación en términos monetarios, la totalidad de los factores de producción producidos es una mera enumeración de cantidades físicas de miles y miles de mercancías diversas. Tal inventario no sirve para actuar. Es una descripción de una parte del universo en términos de tecnología y topografía y no tiene ninguna referencia a los problemas planteados por los esfuerzos para mejorar el bienestar humano. Podemos aceptar el uso terminológico de llamar bienes de capital a los factores de producción producidos. Pero esto no hace que el concepto de capital real tenga más sentido.

La peor consecuencia del uso de la noción mítica de capital real fue que los economistas comenzaron a especular sobre un problema espurio llamado productividad del capital (real). Un factor de producción es, por definición, una cosa que puede contribuir al éxito de un proceso de producción. Su precio de mercado refleja enteramente el valor que la gente atribuye a esta contribución. Los servicios que se esperan del empleo de un factor de producción (es decir, su contribución a la productividad) se pagan en las transacciones de mercado según el valor total que la gente les atribuye. Los factores se consideran valiosos sólo por estos servicios. Estos servicios son la única razón por la que se pagan precios por ellos. Una vez pagados estos precios, no queda nada que pueda dar lugar a más pagos por parte de nadie como compensación por los servicios productivos adicionales de estos factores de producción. Fue un error explicar el interés como una renta derivada de la productividad del capital.4

No menos perjudicial fue una segunda confusión derivada del concepto de capital real. Se empezó a meditar sobre un concepto de capital social diferente del capital privado. Partiendo de la construcción imaginaria de una economía socialista, se propusieron definir un concepto de capital adecuado a las actividades económicas del gestor general de tal sistema. Tenían razón al suponer que este gestor estaría ansioso por saber si su gestión era exitosa (es decir, desde el punto de vista de sus propias valoraciones y de los fines que se persiguen de acuerdo con estas valoraciones) y cuánto podía gastar para el consumo de sus pupilos sin disminuir el stock disponible de factores de producción y, por tanto, perjudicar el rendimiento de la producción posterior. Un gobierno socialista necesitaría urgentemente los conceptos de capital y renta como guía para sus operaciones. Sin embargo, en un sistema económico en el que no existe la propiedad privada de los medios de producción, ni el mercado, ni los precios de dichos bienes, los conceptos de capital y renta son meros postulados académicos carentes de toda aplicación práctica. En una economía socialista hay bienes de capital, pero no hay capital.

La noción de capital sólo tiene sentido en la economía de mercado. Está al servicio de las deliberaciones y los cálculos de individuos o grupos de individuos que operan por cuenta propia en dicha economía. Es un dispositivo de capitalistas, empresarios y agricultores deseosos de obtener beneficios y evitar pérdidas. No es una categoría de toda la actuación. Es una categoría de actuación dentro de una economía de mercado.

3. Capitalismo

Todas las civilizaciones se han basado hasta ahora en la propiedad privada de los medios de producción. En el pasado, la civilización y la propiedad privada han ido unidas. Quienes sostienen que la economía es una ciencia experimental y, sin embargo, recomiendan el control público de los medios de producción, se contradicen lamentablemente. Si la experiencia histórica pudiera enseñarnos algo, sería que la propiedad privada está indisolublemente unida a la civilización. No hay ninguna experiencia que demuestre que el socialismo pueda proporcionar un nivel de vida tan alto como el que proporciona el capitalismo.5

El sistema de la economía de mercado nunca se ha ensayado plena y puramente. Pero en la órbita de la civilización occidental prevaleció, desde la Edad Media, una tendencia general a la abolición de las instituciones que obstaculizaban el funcionamiento de la economía de mercado. Con el progreso sucesivo de esta tendencia, las cifras de población se multiplicaron y el nivel de vida de las masas se elevó a un nivel sin precedentes y hasta ahora inimaginable. El trabajador medio americano disfruta de unas comodidades que habrían envidiado Creso, Crams, los Medici y Luis XIV.

Los problemas que plantea la crítica socialista e intervencionista de la economía de mercado son puramente económicos y sólo pueden tratarse de la manera en que este libro intenta hacerlo: mediante un análisis exhaustivo de la acción humana y de todos los sistemas de cooperación social pensables. El problema psicológico de por qué la gente desprecia y menosprecia el capitalismo y llama «capitalista» a todo lo que le disgusta y «socialista» a todo lo que alaba, concierne a la historia y debe dejarse a los historiadores. Pero hay otras cuestiones que debemos destacar en este punto.

Los defensores del totalitarismo consideran que el «capitalismo» es un mal espantoso, una enfermedad horrible que se abatió sobre la humanidad. A los ojos de Marx, fue una etapa inevitable de la evolución de la humanidad, pero por todo ello el peor de los males; afortunadamente la salvación es inminente y liberará al hombre para siempre de este desastre. En opinión de otros, habría sido posible evitar el capitalismo si los hombres hubieran sido más morales o más hábiles en la elección de las políticas económicas. Todas estas elucubraciones tienen un rasgo en común. Contemplan el capitalismo como si fuera un fenómeno accidental que pudiera ser eliminado sin alterar las condiciones que son esenciales en el actuar y pensar del hombre civilizado. Como no se preocupan por el problema del cálculo económico, no se dan cuenta de las consecuencias que la abolición del cálculo monetario ha de acarrear. No se dan cuenta de que los hombres socialistas, para los que la aritmética no servirá de nada en la planificación de la acción, diferirán totalmente en su mentalidad y en su modo de pensar de nuestros contemporáneos. Al tratar del socialismo, no debemos pasar por alto esta transformación mental, aunque estemos dispuestos a pasar por alto en silencio las consecuencias desastrosas que se derivarían para el bienestar material del hombre.

La economía de mercado es un modo de actuar creado por el hombre bajo la división del trabajo. Pero esto no implica que sea algo accidental o artificial y que pueda ser sustituido por otro modo. La economía de mercado es el producto de un largo proceso evolutivo. Es el resultado de los esfuerzos del hombre por ajustar su acción de la mejor manera posible a las condiciones dadas de su entorno que no puede alterar. Es la estrategia, por así decirlo, mediante cuya aplicación el hombre ha progresado triunfalmente del salvajismo a la civilización.

Este modo de argumentación es muy popular entre los autores actuales: el capitalismo fue el sistema económico que propició los maravillosos logros de los últimos doscientos años; por lo tanto, está hecho porque lo que fue beneficioso en el pasado no puede serlo para nuestro tiempo y para el futuro. Tal razonamiento está en abierta contradicción con los principios de la cognición experimental. No es necesario en este punto volver a plantear la cuestión de si la ciencia de la acción humana puede o no adoptar los métodos de las ciencias naturales experimentales. Incluso si fuera permisible responder a esta pregunta de manera afirmativa, sería absurdo argumentar como lo hacen estos experimentalistas à rebours. La ciencia experimental argumenta que porque a fue válida en el pasado, también lo será en el futuro. Nunca debe argumentar al revés y afirmar que porque a fue válido en el pasado, no lo será en el futuro.

Es habitual culpar a los economistas de un supuesto desconocimiento de la historia. Los economistas, se afirma, consideran la economía de mercado como el modelo ideal y eterno de cooperación social. Concentran sus estudios en investigar las condiciones de la economía de mercado y descuidan todo lo demás. No se preocupan por el hecho de que el capitalismo surgió sólo en los últimos doscientos años y que incluso hoy se limita a una zona comparativamente pequeña de la superficie terrestre y a una minoría de pueblos. Hubo y hay otras civilizaciones con una mentalidad diferente y modos distintos de conducir los asuntos económicos. El capitalismo es, visto sub specie aeternitatis, un fenómeno pasajero, una etapa efímera de la evolución histórica, sólo la transición de épocas precapitalistas a un futuro poscapitalista.

Todas estas críticas son espurias. La economía no es, por supuesto, una rama de la historia ni de ninguna otra ciencia histórica. Es la teoría de toda la acción humana, la ciencia general de las categorías inmutables de la acción y de su funcionamiento en todas las condiciones especiales pensables en las que el hombre actúa. Proporciona como tal la herramienta mental indispensable para tratar los problemas históricos y etnográficos. Un historiador o un etnógrafo que descuida en su trabajo el aprovechamiento de los resultados de la economía está haciendo un mal trabajo. De hecho, no aborda el tema de su investigación sin que le afecte lo que ignora como teoría. En cada paso de su recopilación de hechos supuestamente no adulterados, en la organización de estos hechos y en sus conclusiones derivadas de ellos, se guía por restos confusos y confusos de doctrinas económicas superficiales construidas por chapuceros en los siglos que precedieron a la elaboración de una ciencia económica y que hace mucho tiempo fueron totalmente explotadas.

El análisis de los problemas de la sociedad de mercado, el único patrón de acción humana en el que se puede aplicar el cálculo en la planificación de la acción, abre el acceso al análisis de todos los modos de acción pensables y de todos los problemas económicos con los que se enfrentan los historiadores y los etnógrafos. Todos los métodos no capitalistas de gestión económica sólo pueden estudiarse bajo el supuesto hipotético de que en ellos también se pueden utilizar los números cardinales para registrar la acción pasada y planificar la futura. Por eso los economistas sitúan el estudio de la economía de mercado pura en el centro de sus investigaciones.

No son los economistas los que carecen de «sentido histórico» e ignoran el factor de la evolución, sino sus críticos. Los economistas siempre han sido plenamente conscientes de que la economía de mercado es el producto de un largo proceso histórico que comenzó cuando la raza humana surgió de las filas de los demás primates. Los defensores de lo que se llama erróneamente «historicismo» se empeñan en deshacer los efectos de los cambios evolutivos. A sus ojos, todo aquello cuya existencia no pueden remontar a un pasado remoto o no pueden descubrir en las costumbres de algunas tribus primitivas de la Polinesia es artificial, incluso decadente. Consideran que el hecho de que una institución fuera desconocida para los salvajes es una prueba de su inutilidad y podredumbre. Marx y Engels y los profesores prusianos de la Escuela Histórica se alegraron cuando supieron que la propiedad privada es «sólo» un fenómeno histórico. Para ellos era la prueba de que sus planes socialistas eran realizables.6

El genio creador está en desacuerdo con sus conciudadanos. Como pionero de lo nuevo e inédito, entra en conflicto con la aceptación acrítica de las normas y valores tradicionales. A sus ojos, la rutina del ciudadano normal, del hombre medio o común, es simplemente una estupidez. Para él, «burgués» es sinónimo de imbecilidad.7  Los artistas frustrados que se deleitan en imitar el manierismo del genio para olvidar y ocultar su propia impotencia adoptan esta terminología. Estos bohemios llaman «burgués» a todo lo que les desagrada. Como Marx ha hecho que el término «capitalista» sea equivalente a «burgués», utilizan ambas palabras como sinónimos. En los vocabularios de todas las lenguas las palabras «capitalista» y «burgués» significan hoy todo lo que es vergonzoso, degradante e infame.8  Por el contrario, la gente llama «socialista» a todo lo que considera bueno y loable. El esquema habitual de argumentación es éste: un hombre llama arbitrariamente «capitalista» a todo lo que le desagrada, y luego deduce de este apelativo que la cosa es mala.

Esta confusión semántica va aún más lejos. Sismondi, los panegiristas románticos de la Edad Media, todos los autores socialistas, la Escuela Histórica Prusiana y los Institucionalistas Americanos enseñaron que el capitalismo es un sistema injusto de explotación que sacrifica los intereses vitales de la mayoría del pueblo en beneficio exclusivo de un pequeño grupo de aprovechados. Ningún hombre decente puede defender este sistema «loco». Los economistas que sostienen que el capitalismo es beneficioso no sólo para un pequeño grupo, sino para todos, son «aduladores de la burguesía». O bien son demasiado tontos para reconocer la verdad o bien son apologistas sobornados de los intereses de clase egoístas de los explotadores.

El capitalismo, en la terminología de estos enemigos de la libertad, la democracia y la economía de mercado, significa la política económica defendida por las grandes empresas y los millonarios. Frente al hecho de que algunos —pero ciertamente no todos— empresarios y capitalistas ricos están hoy en día a favor de medidas que restringen el libre comercio y la competencia y que dan lugar al monopolio, dicen: el capitalismo contemporáneo defiende el proteccionismo, los cárteles y la abolición de la competencia. Es cierto, añaden, que en un determinado período del pasado el capitalismo británico favoreció el libre comercio tanto en el mercado interno como en las relaciones internacionales. Esto se debió a que en ese momento los intereses de clase de la burguesía británica estaban mejor servidos por esa política. Las condiciones, sin embargo, cambiaron y hoy el capitalismo, es decir, la política defendida por los explotadores, apunta a otra política.

Ya se ha señalado que esta doctrina distorsiona gravemente tanto la teoría económica como los hechos históricos.9  Hubo y habrá siempre personas cuyas ambiciones egoístas exigen la protección de intereses creados y que esperan obtener ventajas de las medidas que restringen la competencia. A los empresarios envejecidos y cansados y a los herederos decadentes de personas que triunfaron en el pasado les desagradan los ágiles parvenus que desafían su riqueza y su eminente posición social. Que su deseo de hacer rígidas las condiciones económicas y de obstaculizar las mejoras se haga realidad, depende del clima de la opinión pública. La estructura ideológica del siglo XIX, moldeada por el prestigio de las enseñanzas de los economistas liberales, hizo vanos tales deseos. Cuando las mejoras tecnológicas de la era del liberalismo revolucionaron los métodos tradicionales de producción, transporte y comercialización, aquellos cuyos intereses creados se vieron perjudicados no pidieron protección porque habría sido una empresa inútil. Pero hoy se considera una tarea legítima del gobierno impedir que un hombre eficiente compita con el menos eficiente. La opinión pública simpatiza con las exigencias de los poderosos grupos de presión para detener el progreso. Los productores de mantequilla luchan con bastante éxito contra la margarina y los músicos contra la música grabada. Los sindicatos son enemigos mortales de toda nueva máquina. No es de extrañar que, en un entorno así, los empresarios menos eficientes busquen protegerse de los competidores más eficientes.

Sería correcto describir este estado de cosas de esta manera: hoy en día, muchos o algunos grupos de empresarios ya no son liberales; no defienden una economía de mercado pura y la libre empresa, sino que, por el contrario, piden diversas medidas de injerencia gubernamental en las empresas. Pero es totalmente engañoso decir que el significado del concepto de capitalismo ha cambiado y que el «capitalismo maduro» —como lo llaman los americanos— o el «capitalismo tardío» —como lo llaman los marxianos— se caracteriza por políticas restrictivas para proteger los intereses creados de los asalariados, los agricultores, los comerciantes, los artesanos, y a veces también de los capitalistas y los empresarios. El concepto de capitalismo es como concepto económico inmutable, si significa algo, significa economía de mercado. Uno se priva de las herramientas semánticas para tratar adecuadamente los problemas de la historia contemporánea y de las políticas económicas si acepta una terminología diferente. Esta nomenclatura defectuosa sólo se entiende si nos damos cuenta de que los pseudoeconomistas y los políticos que la aplican quieren impedir que la gente sepa qué es realmente la economía de mercado. Quieren hacer creer a la gente que todas las manifestaciones repulsivas de las políticas gubernamentales restrictivas son producidas por el «capitalismo».

4. La soberanía de los consumidores

La dirección de todos los asuntos económicos es en la sociedad de mercado una tarea de los empresarios. Suyo es el control de la producción. Ellos llevan el timón y dirigen el barco. Un observador superficial creería que son supremos. Pero no lo son. Están obligados a obedecer incondicionalmente las órdenes del capitán. El capitán es el consumidor. Ni los empresarios ni los agricultores ni los capitalistas determinan lo que hay que producir. Lo hacen los consumidores. Si un empresario no obedece estrictamente las órdenes del público tal y como le son transmitidas por la estructura de los precios del mercado, sufre pérdidas, quiebra y, por lo tanto, es destituido de su eminente posición en el timón. Otros hombres que han hecho mejor las cosas para satisfacer la demanda de los consumidores le sustituyen.

Los consumidores acuden a las tiendas en las que pueden comprar lo que quieren al precio más barato. Sus compras y su abstención de comprar deciden quién debe poseer y dirigir las plantas y la tierra. Hacen ricos a los pobres y pobres a los ricos. Determinan con precisión qué debe producirse, con qué calidad y en qué cantidades. Son jefes egoístas y despiadados, llenos de caprichos, cambiantes e imprevisibles. Para ellos no cuenta nada más que su propia satisfacción. No les importan en absoluto los méritos del pasado ni los intereses creados. Si se les ofrece algo que les gusta más o que es más barato, abandonan a sus antiguos proveedores. En su calidad de compradores y consumidores, son duros y despiadados, sin consideración por los demás.

Sólo los vendedores de bienes y servicios de primer orden están en contacto directo con los consumidores y dependen directamente de sus pedidos. Pero transmiten los pedidos recibidos del público a todos los que producen bienes y servicios de los órdenes superiores. En efecto, los fabricantes de bienes de consumo, los minoristas, los comercios de servicios y las profesiones liberales se ven obligados a adquirir lo que necesitan para el desarrollo de su propia actividad a los proveedores que les ofrecen el precio más barato. Si no se empeñaran en comprar en el mercado más barato y en organizar su procesamiento de los factores de producción para satisfacer la demanda de los consumidores de la manera mejor y más barata, se verían obligados a cerrar el negocio. Los hombres más eficientes que logren comprar y procesar mejor los factores de producción los suplantarán. El consumidor está en condiciones de dar rienda suelta a sus caprichos y fantasías. Los empresarios, capitalistas y agricultores tienen las manos atadas; están obligados a cumplir en sus operaciones con las órdenes del público comprador. Incluso la desviación de las líneas prescritas por la demanda de los consumidores les carga la cuenta. La más mínima desviación, ya sea deliberada o causada por un error, un mal juicio o la ineficacia, restringe sus beneficios o los hace desaparecer. Una desviación más grave provoca pérdidas y, por tanto, merma o absorbe por completo su riqueza. Los capitalistas, los empresarios y los terratenientes sólo pueden conservar y aumentar su riqueza satisfaciendo lo mejor posible los pedidos de los consumidores. No son libres de gastar el dinero que los consumidores no están dispuestos a devolverles pagando más por los productos. En la conducción de sus negocios deben ser insensibles y pétreos porque los consumidores, sus pérdidas, son a su vez insensibles y pétreos.

Los consumidores determinan en última instancia no sólo los precios de los bienes de consumo, sino también los precios de todos los factores de producción. Determinan los ingresos de cada miembro de la economía de mercado. Los consumidores, y no los empresarios, pagan en última instancia los salarios de todos los trabajadores, tanto de las estrellas de cine como de las mujeres. Con cada céntimo gastado, los consumidores determinan la dirección de todos los procesos de producción y los detalles más mínimos de la organización de todas las actividades empresariales. Este estado de cosas se ha descrito llamando al mercado una democracia en la que cada céntimo da derecho a una papeleta.10  Sería más correcto decir que una constitución democrática es un esquema para asignar a los ciudadanos en la conducción del gobierno la misma supremacía que la economía de mercado les da en su calidad de consumidores. Sin embargo, la comparación es imperfecta. En la democracia política, sólo los votos emitidos por el candidato de la mayoría o el plan de la mayoría son efectivos para dar forma al curso de los asuntos. Los votos emitidos por la minoría no influyen directamente en las políticas. Pero en el mercado ningún voto se emite en vano. Cada céntimo gastado tiene el poder de influir en los procesos de producción. Los editores no sólo atienden a la mayoría publicando novelas policíacas, sino también a la minoría que lee poesía lírica y tratados filosóficos. Las panaderías hornean pan no sólo para las personas sanas, sino también para los enfermos con dietas especiales. La decisión de un consumidor se lleva a cabo con todo el impulso que le da su disposición a gastar una cantidad de dinero determinada.

Es cierto, en el mercado los distintos consumidores no tienen el mismo derecho de voto. Los ricos emiten más votos que los ciudadanos más pobres. Pero esta desigualdad es en sí misma el resultado de un proceso de votación previo. Ser rico, en una economía de mercado pura, es el resultado del éxito en satisfacer mejor las demandas de los consumidores. Un rico sólo puede conservar su riqueza si sigue sirviendo a los consumidores de la manera más eficiente.

Así, los propietarios de los factores materiales de producción y los empresarios son prácticamente mandatarios o fiduciarios de los consumidores, designados revocablemente por una elección que se repite diariamente.

En el funcionamiento de una economía de mercado sólo hay un caso en el que la clase propietaria no está completamente sometida a la supremacía de los consumidores. Los precios de los monopolios son una infracción de la influencia de los consumidores.

El empleo metafórico de la terminología del gobierno político

Las órdenes dadas por los empresarios en la conducción de sus asuntos pueden ser escuchadas y vistas. Nadie puede dejar de estar al tanto de ellas. Incluso los mensajeros saben que el jefe dirige las cosas en la tienda. Pero hace falta un poco más de cerebro para darse cuenta de la dependencia del empresario del mercado. Los pedidos de los consumidores no son tangibles; no pueden ser percibidos por los sentidos. Muchas personas carecen de discernimiento para tomar conciencia de ellos. Son víctimas de la ilusión de que los empresarios y capitalistas son autócratas irresponsables a los que nadie pide cuentas de sus actos.11

El resultado de esta mentalidad es la práctica de aplicar a los negocios la terminología del gobierno político y la acción militar. A los empresarios de éxito se les llama reyes o duques, y a sus empresas, imperio, reino o ducado. Si esta expresión fuera sólo una metáfora inofensiva, no habría necesidad de criticarla. Pero es la fuente de graves errores que desempeñan un papel siniestro en las doctrinas contemporáneas.

El gobierno es un aparato de compulsión y coerción. Tiene el poder de obtener obediencia por la fuerza. El soberano político, ya sea un autócrata o el pueblo representado por sus mandatarios, tiene poder para aplastar las rebeliones mientras subsista su poderío ideológico.

La posición que ocupan los empresarios y capitalistas en la economía de mercado es de carácter diferente. Un «rey del chocolate» no tiene ningún poder sobre los consumidores, sus clientes. Les proporciona chocolate de la mejor calidad posible y al precio más barato. No gobierna a los consumidores, sino que les sirve. Los consumidores no están atados a él. Son libres de dejar de frecuentar sus tiendas. Pierde su «reino» si los consumidores prefieren gastar sus monedas en otro sitio. Tampoco «gobierna» a sus trabajadores. Contrata sus servicios pagándoles precisamente la cantidad que los consumidores están dispuestos a devolverle al comprar el producto. Menos aún ejercen los capitalistas y empresarios el control político. Las naciones civilizadas de Europa y América fueron controladas durante mucho tiempo por gobiernos que no obstaculizaron considerablemente el funcionamiento de la economía de mercado. Hoy en día, muchos de estos países también están dominados por partidos hostiles al capitalismo y creen que todo daño infligido a los capitalistas y empresarios es extremadamente beneficioso para el pueblo.

En una economía de mercado sin trabas, los capitalistas y empresarios no pueden esperar una ventaja de los sobornos a los funcionarios y políticos. Por otra parte, los titulares de cargos y los políticos no están en condiciones de chantajear a los empresarios y extorsionarlos. En un país intervencionista, los poderosos grupos de presión se empeñan en asegurar para sus miembros privilegios a costa de los grupos e individuos más débiles. Entonces, los empresarios pueden considerar conveniente protegerse contra los actos discriminatorios de los funcionarios del ejecutivo y del legislativo mediante el soborno; una vez acostumbrados a tales métodos, pueden incluso intentar emplearlos para asegurarse privilegios. En cualquier caso, el hecho de que los empresarios corrompan a los políticos y a los funcionarios y sean chantajeados por ellos no indica que sean supremos y gobiernen los países. Son los gobernados —y no los gobernantes— los que sobornan y pagan tributos.

La mayoría de los empresarios se ven impedidos de recurrir al soborno por sus convicciones morales o por el miedo. Se aventuran a preservar el sistema de libre empresa y a defenderse de la discriminación con métodos democráticos legítimos. Forman asociaciones comerciales y tratan de influir en la opinión pública. Los resultados de estos esfuerzos han sido más bien pobres, como lo demuestra el avance triunfal de las políticas anticapitalistas. Lo mejor que han podido conseguir es retrasar por un tiempo algunas medidas especialmente odiosas.

Los demagogos tergiversan este estado de cosas de la manera más burda. Nos dicen que estas asociaciones de banqueros y fabricantes son los verdaderos gobernantes de sus países y que todo el aparato de lo que llaman gobierno «plutodemocrático»  está dominado por ellos. Una simple enumeración de las leyes aprobadas en las últimas décadas por el poder legislativo de cualquier país es suficiente para hacer estallar tales leyendas.

5. Competencia

En la naturaleza prevalecen conflictos de intereses irreconciliables. Los medios de subsistencia son escasos. La proliferación tiende a superar la subsistencia. Sólo sobreviven las plantas y los animales más aptos. El antagonismo entre un animal que muere de hambre y otro que le arrebata la comida es implacable.

La cooperación social en el marco de la división del trabajo elimina estos antagonismos. Sustituye la hostilidad por la asociación y la mutualidad. Los miembros de la sociedad se unen en una empresa común.

El término competencia aplicado a las condiciones de la vida animal significa la rivalidad entre animales que se manifiesta en su búsqueda de alimento. Podemos llamar a este fenómeno competencia biológica. La competencia biológica no debe confundirse con la competencia social, es decir, la lucha de los individuos por alcanzar la posición más favorable en el sistema de cooperación social. Como siempre habrá posiciones que los hombres valoren más que otras, las personas se esforzarán por conseguirlas y tratarán de superar a sus rivales. La competencia social está, por tanto, presente en todos los modos imaginables de organización social. Si queremos pensar en un estado de cosas en el que no haya competencia social, debemos construir la imagen de un sistema socialista en el que el jefe, en su empeño por asignar a cada uno su lugar y su tarea en la sociedad, no se vea ayudado por ninguna ambición por parte de sus súbditos. Los individuos son totalmente indiferentes y no solicitan nombramientos especiales. Se comportan como los caballos sementales que no tratan de ponerse en evidencia cuando el propietario elige el semental para fecundar a su mejor yegua de cría. Pero tales personas ya no serían hombres actuantes.

En un sistema totalitario, la competencia social se manifiesta en los esfuerzos de las personas por ganarse el favor de los gobernantes. En la economía de mercado la competencia se manifiesta en el hecho de que los vendedores deben superarse unos a otros ofreciendo bienes y servicios mejores o más baratos y que los compradores deben superarse unos a otros ofreciendo precios más altos. Al tratar esta variedad de competencia social que puede llamarse competencia cataláctica, debemos protegernos de varias falacias populares.

Los economistas clásicos estaban a favor de la abolición de todas las barreras comerciales que impiden la competencia en el mercado. Estas leyes restrictivas, explicaban, tienen como resultado el desplazamiento de la producción de aquellos lugares en los que las condiciones naturales de producción son más favorables a otros en los que son menos favorables. Protegen al hombre menos eficiente contra su rival más eficiente. Tienden a perpetuar los métodos tecnológicos de producción atrasados. En resumen, reducen la producción y, por tanto, el nivel de vida. Para que todas las personas sean más prósperas, los economistas sostenían que la competencia debía ser libre para todos. En este sentido, utilizaron el término de libre competencia. No había nada de metafísico en su empleo del término libre. Abogaban por la anulación de los privilegios que impedían el acceso a determinados oficios y mercados. Todas las elucubraciones sofisticadas que se refieren a las connotaciones metafísicas del adjetivo «libre» aplicado a la competencia son espurias; no tienen ninguna referencia al problema cataláctico de la competencia.

En la medida en que entran en juego las condiciones naturales, la competencia sólo puede ser «libre» respecto a los factores de producción que no son escasos y, por tanto, no son objeto de la acción humana. En el ámbito cataláctico la competencia está siempre restringida por la inexorable escasez de los bienes y servicios económicos. Incluso en ausencia de barreras institucionales erigidas para restringir el número de los que compiten, el estado de cosas nunca es tal que permita a todos competir en todos los sectores del mercado. En cada sector sólo pueden competir grupos comparativamente pequeños.

La competencia cataláctica, uno de los rasgos característicos de la economía de mercado, es un fenómeno social. No es un derecho, garantizado por el Estado y las leyes, que permita a cada individuo elegir ad libitum el lugar que más le guste en la estructura de la división del trabajo. Asignar a cada uno el lugar que le corresponde en la sociedad es tarea de los consumidores. Sus compras y su abstención de comprar son decisivas para determinar la posición social de cada individuo. Su supremacía no se ve mermada por ningún privilegio concedido a los individuos como productores. La entrada en una determinada rama de la industria es prácticamente libre para los recién llegados sólo en la medida en que los consumidores aprueben la expansión de esta rama o en la medida en que los recién llegados consigan suplantar a los que ya están ocupados en ella satisfaciendo mejor o más barato las demandas de los consumidores. Las inversiones adicionales sólo son razonables en la medida en que satisfagan las necesidades más urgentes de los consumidores, aún no satisfechas. Si las instalaciones existentes son suficientes, sería un derroche invertir más capital en la misma industria. La estructura de los precios del mercado empuja a los nuevos inversores hacia otras ramas.

Es necesario insistir en este punto porque el hecho de no entenderlo está en el origen de muchas quejas populares sobre la imposibilidad de competir. Hace unos cincuenta años la gente solía declarar: no se puede competir con las compañías ferroviarias; es imposible desafiar su posición iniciando líneas competidoras; en el campo del transporte terrestre ya no hay competencia. La verdad es que, en aquella época, las líneas que ya estaban en funcionamiento eran, en general, suficientes. Las perspectivas de inversión de capital adicional eran más favorables en la mejora de la capacidad de servicio de las líneas ya operativas y en otras ramas del negocio que en la construcción de nuevos ferrocarriles. Sin embargo, esto no interfirió con el progreso tecnológico en la técnica del transporte. El tamaño y el «poder» económico de las compañías ferroviarias no impidieron la aparición del automóvil y del avión.

Hoy en día se afirma lo mismo con respecto a varias ramas de las grandes empresas: no se puede desafiar su posición; son demasiado grandes y poderosos. Pero la competencia no significa que cualquiera pueda prosperar simplemente imitando lo que hacen los demás. Significa la oportunidad de servir a los consumidores de una manera mejor o más barata sin estar limitado por los privilegios concedidos a aquellos cuyos intereses creados la innovación perjudica. Lo que más necesita un recién llegado que quiere desafiar los intereses creados de las viejas empresas establecidas es cerebro e ideas. Si su proyecto es capaz de satisfacer las necesidades más urgentes de los consumidores o de suministrarlas a un precio más barato que sus antiguos proveedores, tendrá éxito a pesar de la grandiosidad y el poder de las antiguas empresas.

No hay que confundir la competición cataláctica con los combates y los concursos de belleza. El objetivo de estos combates y concursos es descubrir quién es el mejor boxeador o la chica más guapa. La función social de la competición cataláctica no es, por supuesto, establecer quién es el chico más listo y premiar al ganador con un título y medallas. Su función es salvaguardar la mejor satisfacción de los consumidores que pueden alcanzar en el estado dado de los datos económicos.

La igualdad de oportunidades no es un factor ni en los combates de boxeo ni en los concursos de belleza ni en ningún otro campo de competición, ya sea biológico o social. La inmensa mayoría de las personas están, por la estructura fisiológica de sus cuerpos, privadas de la posibilidad de alcanzar los honores de un campeón de boxeo o una reina de la belleza. Sólo muy pocas personas pueden competir en el mercado laboral como cantantes de ópera y estrellas de cine. La oportunidad más favorable para competir en el campo de los logros científicos la tienen los profesores universitarios. Sin embargo, miles y miles de profesores fallecen sin dejar huella en la historia de las ideas y el progreso científico, mientras que muchos de los discapacitados de fuera ganan la gloria gracias a sus maravillosas contribuciones.

Es habitual que se critique el hecho de que la competición cataláctica no esté abierta a todo el mundo de la misma manera. El comienzo es mucho más difícil para un chico pobre que para el hijo de un hombre rico. Pero a los consumidores no les preocupa el problema de si los hombres que les servirán comienzan su carrera en igualdad de condiciones. Su único interés es asegurar la mejor satisfacción posible de sus necesidades. Si el sistema de propiedad hereditaria es más eficiente en este sentido, lo prefieren a otros sistemas menos eficientes. Consideran el asunto desde el punto de vista de la conveniencia social y el bienestar social, no desde el punto de vista de un supuesto, imaginario e irrealizable derecho «natural» de cada individuo a competir con igualdad de oportunidades. La realización de tal derecho requeriría poner en desventaja a aquellos nacidos con mejor inteligencia y mayor fuerza de voluntad que el hombre medio. Es obvio que esto sería absurdo.

El término competencia se emplea principalmente como antítesis de monopolio. En este modo de hablar el término monopolio se aplica en diferentes significados que deben ser claramente separados.

La primera connotación de monopolio, muy frecuentemente implícita en el uso popular del término, significa un estado de cosas en el que el monopolista, ya sea un individuo o un grupo de individuos, controla exclusivamente una de las condiciones vitales de la supervivencia humana. Este monopolista tiene el poder de matar de hambre a todos los que no obedecen sus órdenes. Él dicta y los demás no tienen otra alternativa que rendirse o morir. En este tipo de monopolio no hay mercado ni ningún otro tipo de competencia cataláctica. El monopolista es el amo y los demás son esclavos totalmente dependientes de su buena voluntad. No es necesario insistir en este tipo de monopolio. No tiene ninguna relación con la economía de mercado. Basta con citar un ejemplo. Un Estado socialista que abarcara todo el mundo ejercería un monopolio tan absoluto y total; tendría el poder de aplastar a sus oponentes matándolos de hambre.12

La segunda connotación de monopolio difiere de la primera en que describe un estado de cosas compatible con las condiciones de una economía de mercado. Un monopolista, en este sentido, es un individuo o un grupo de individuos, que se combinan plenamente para la acción conjunta, que tiene el control exclusivo de la oferta de una mercancía definida. Si definimos el término monopolio de esta manera, el ámbito del monopolio parece muy amplio. Los productos de las industrias de transformación son más o menos diferentes entre sí. Cada fábrica elabora productos diferentes a los de las demás. Cada hotel tiene el monopolio de la venta de sus servicios en el lugar donde se encuentra. Los servicios profesionales prestados por un médico o un abogado nunca son perfectamente iguales a los prestados por cualquier otro médico o abogado. Salvo en el caso de ciertas materias primas, productos alimenticios y otros bienes de primera necesidad, el monopolio está en todas partes en el mercado.

Sin embargo, el mero fenómeno del monopolio carece de importancia y relevancia para el funcionamiento del mercado y la determinación de los precios. No da al monopolista ninguna ventaja en la venta de sus productos. En virtud de la ley de derechos de autor, todo rimador disfruta de un monopolio en la venta de su poesía. Pero esto no influye en el mercado. Puede ocurrir que no se pueda obtener ningún precio por su material y que sus libros sólo puedan venderse al valor del papel de desecho.

El monopolio, en esta segunda connotación del término, se convierte en un factor de determinación de los precios sólo si la curva de demanda del bien monopolístico en cuestión tiene una forma determinada. Si las condiciones son tales que el monopolista puede obtener mayores ingresos netos vendiendo una menor cantidad de su producto a un precio más alto que vendiendo una mayor cantidad de su oferta a un precio más bajo, surge un precio de monopolio más alto que el precio potencial de mercado habría sido en ausencia de monopolio. Los precios de monopolio son un fenómeno importante del mercado, mientras que el monopolio como tal sólo es importante si puede dar lugar a la formación de precios de monopolio.

Es habitual llamar precios competitivos a los que no son precios de monopolio. Aunque es discutible si esta terminología es conveniente o no, está generalmente aceptada y sería difícil cambiarla. Sin embargo, hay que evitar su mala interpretación. Sería un grave error deducir de la antítesis entre precio de monopolio y precio de competencia que el precio de monopolio es el resultado de la ausencia de competencia. En el mercado siempre hay competencia cataláctica. La competencia cataláctica no es un factor menos importante en la determinación de los precios de monopolio que en la determinación de los precios de la competencia. La forma de la curva de demanda que hace posible la aparición de los precios de monopolio y dirige la conducta de los monopolistas está determinada por la competencia de todas las demás mercancías que compiten por los dólares de los compradores. Cuanto más alto fije el monopolista el precio al que está dispuesto a vender, más girarán los compradores potenciales sus dólares hacia otras mercancías vendibles. En el mercado, cada mercancía compite con todas las demás.

Hay personas que sostienen que la teoría cataláctica de los precios no sirve para el estudio de la realidad porque nunca ha habido «libre» competencia o porque, al menos hoy, ya no la hay. Todas estas doctrinas son erróneas.13  Malinterpretan los fenómenos y, sencillamente, no saben lo que es realmente la competencia. Es un hecho que la historia de las últimas décadas es un registro de políticas destinadas a la restricción de la competencia. La intención manifiesta de estos planes es conceder privilegios a ciertos grupos de productores protegiéndolos contra la competencia de competidores más eficientes. En muchos casos, estas políticas han creado las condiciones necesarias para la aparición de precios de monopolio. En muchos otros casos no ha sido así y el resultado ha sido sólo un estado de cosas que ha impedido a muchos capitalistas, empresarios, agricultores y trabajadores entrar en aquellas ramas de la industria en las que habrían prestado los servicios más valiosos a sus conciudadanos. La competencia cataláctica ha sido seriamente restringida, pero la economía de mercado sigue funcionando aunque saboteada por la interferencia gubernamental y sindical. El sistema de competencia cataláctica sigue funcionando aunque la productividad del trabajo se ha visto seriamente reducida.

El fin último de estas políticas anticompetencia es sustituir el capitalismo por un sistema socialista de planificación en el que no exista competencia cataláctica alguna. Mientras derraman lágrimas de cocodrilo sobre el declive de la competencia, los planificadores quieren abolir este «loco» sistema competitivo. En algunos países han conseguido su objetivo. Pero en el resto del mundo sólo han restringido la competencia en algunas ramas de los negocios aumentando el número de personas que compiten en otras ramas.

Las fuerzas que pretenden restringir la competencia desempeñan un gran papel en nuestros días. Tratarlas es una tarea importante de la historia de nuestra época. La teoría económica no necesita referirse a ellas en particular. El hecho de que existan barreras comerciales, privilegios, cárteles, monopolios gubernamentales y sindicatos es un mero dato de la historia económica. No requiere teoremas especiales para su interpretación.

6. Liberación

Las palabras liberación y libertad significaban para los más eminentes representantes de la humanidad uno de los bienes más preciados y deseables. Hoy está de moda despreciarlas. Son, pregona el sabio moderno, nociones «resbaladizas» y prejuicios «burgueses».

La liberación y la libertad no se encuentran en la naturaleza. En la naturaleza no hay ningún fenómeno al que puedan aplicarse estos términos con sentido. Haga lo que haga el hombre, nunca podrá liberarse de las restricciones que le impone la naturaleza. Si quiere conseguir actuar, debe someterse incondicionalmente a las leyes de la naturaleza.

Liberación y libertad se refieren siempre a las relaciones interhumanas. Un hombre es libre en la medida en que puede vivir y desenvolverse sin estar a merced de las decisiones arbitrarias de otras personas. En el marco de la sociedad todos dependen de sus conciudadanos. El hombre social no puede independizarse sin renunciar a todas las ventajas de la cooperación social. El individuo autosuficiente es independiente, pero no es libre. Está a merced de todos los que son más fuertes que él. El más fuerte tiene el poder de matarlo impunemente. Por lo tanto, no tiene sentido despotricar de una supuesta liberación «natural» e «innata» de la que se supone que los hombres han disfrutado en las épocas anteriores a la aparición de los vínculos sociales. El hombre no fue creado libre; la liberación que pueda poseer se la ha dado la sociedad. Sólo las condiciones sociales pueden presentar al hombre una órbita dentro de cuyos límites puede alcanzar la libertad.

Libertad y liberación son las condiciones del hombre en una sociedad contractual. La cooperación social en un sistema de propiedad privada de los medios de producción significa que, dentro del ámbito del mercado, el individuo no está obligado a obedecer y servir a un señor. En la medida en que da y sirve a otras personas, lo hace por voluntad propia para ser recompensado y servido por los receptores. Intercambia bienes y servicios; no realiza trabajos obligatorios ni paga tributos. Desde luego, no es independiente. Depende de los demás miembros de la sociedad. Pero esta dependencia es mutua. El comprador depende del vendedor y el vendedor del comprador.

La principal preocupación de muchos escritores de los siglos XIX y XX fue tergiversar y distorsionar esta evidente situación. Los trabajadores, decían, están a merced de sus empleadores. Ahora bien, es cierto que el empresario tiene derecho a despedir al trabajador. Pero si hace uso de este derecho para satisfacer sus caprichos, perjudica sus propios intereses. Le perjudica despedir a un hombre mejor para contratar a otro menos eficiente. El mercado no impide directamente a nadie infligir arbitrariamente un daño a sus conciudadanos; sólo pone una sanción a esa conducta. El comerciante es libre de ser grosero con sus clientes siempre que esté dispuesto a asumir las consecuencias. Los consumidores son libres de boicotear a un proveedor siempre que estén dispuestos a pagar los costes. Lo que impulsa a todo hombre a esforzarse al máximo al servicio de sus semejantes y frena las tendencias innatas a la arbitrariedad y la malicia no es, en el mercado, la coacción y la coerción por parte de los gendarmes, los verdugos y los tribunales penales; es el interés propio. El miembro de una sociedad contractual es libre porque sólo sirve a los demás sirviéndose a sí mismo. Lo que le limita es sólo el inevitable fenómeno natural de la escasez. Por lo demás, es libre en el ámbito del mercado. No hay otro tipo de liberación y libertad que el que proporciona la economía de mercado. En una sociedad hegemónica totalitaria la única libertación que le queda al individuo, porque no se le puede negar, es la liberación de suicidarse.

El Estado, el aparato social de coerción y compulsión, es por necesidad un vínculo hegemónico. Si el gobierno estuviera en condiciones de ampliar su poder ad libitum, podría abolir la economía de mercado y sustituirla por un socialismo totalitario. Para evitarlo, es necesario frenar el poder del gobierno. Esta es la tarea de todas las constituciones, cartas de derechos y leyes. Este es el sentido de todas las luchas que los hombres han librado por la libertad.

En este sentido, los detractores de la libertad tienen razón al calificarla de cuestión «burguesa» y al culpar a los derechos que garantizan la libertad de ser negativos. En el ámbito del Estado y del gobierno, la libertad significa la restricción impuesta al ejercicio del poder de policía.

La libertad y liberación son términos empleados para describir las condiciones sociales de los miembros individuales de una sociedad de mercado en la que el poder del vínculo hegemónico indispensable, el Estado, se limita para no poner en peligro el funcionamiento del mercado. En un sistema totalitario no hay nada a lo que pueda atribuirse el atributo «libre», sino la arbitrariedad ilimitada del dictador.

No habría necesidad de insistir en este hecho evidente si los campeones de la abolición de la libertad no hubieran provocado a propósito una confusión semántica. Se dieron cuenta de que era inútil que lucharan abierta y sinceramente por la restricción y la servidumbre. Las nociones de libertad y liberación tenían tal prestigio que ninguna propaganda podía sacudir su popularidad. Desde tiempos inmemoriales en el ámbito de la civilización occidental la libertad ha sido considerada como el bien más preciado. Lo que dio a Occidente su eminencia fue precisamente su preocupación por la libertad, un ideal social ajeno a los pueblos orientales. La filosofía social de Occidente es esencialmente una filosofía de la libertad. El contenido principal de la historia de Europa y de las comunidades fundadas por los emigrantes europeos y sus descendientes en otras partes del mundo fue la lucha por la libertad. El individualismo «rudo» es la firma de nuestra civilización. Ningún ataque abierto a la liberación del individuo tenía perspectivas de éxito.

Así, los defensores del totalitarismo eligieron otras tácticas. Invirtieron el significado de las palabras. Llaman libertad verdadera o genuina a la condición de los individuos bajo un sistema en el que no tienen más derecho que el de obedecer órdenes. Se llaman a sí mismos verdaderos liberales porque luchan por ese orden social. Llaman democracia a los métodos rusos de gobierno dictatorial. Llaman «democracia industrial» a los métodos sindicales de violencia y coerción.

Llaman liberación de la prensa a un estado de cosas en el que sólo el gobierno es libre de publicar libros y periódicos. Definen la liberación como la oportunidad de hacer las cosas «correctas» y, por supuesto, se arrogan la determinación de lo que es correcto y lo que no. A sus ojos, la omnipotencia del gobierno significa plena libertad. Liberar al poder policial de toda restricción es el verdadero significado de su lucha por la libertad.

La economía de mercado, dicen estos autodenominados liberales, sólo concede libertad a una clase parasitaria de explotadores, la burguesía. Estos sinvergüenzas disfrutan de la libertad de esclavizar a las masas. El asalariado no es libre; debe trabajar en beneficio exclusivo de sus amos, los empresarios. Los capitalistas se apropian de lo que, según los derechos inalienables del hombre, debería pertenecer al trabajador. En el socialismo el trabajador gozará de liberación y dignidad humana porque ya no tendrá que ser esclavo de un capitalista. El socialismo significa la emancipación del hombre común, significa liberación para todos. Significa, además, riqueza para todos.

Estas doctrinas han podido triunfar porque no encontraron una crítica racional eficaz. Algunos economistas hicieron un brillante trabajo al desenmascarar sus burdas falacias y contradicciones. Pero el público ignora las enseñanzas de la economía. Son demasiado pesadas para los lectores de la prensa sensacionalista y de las revistas pulp. Los argumentos esgrimidos por los políticos y escritores medios contra el socialismo son tontos o irrelevantes. Es inútil apoyarse en un supuesto derecho «natural» de los individuos a la propiedad si otras personas afirman que el principal derecho «natural» es el de la igualdad de ingresos. Este tipo de disputas nunca se pueden resolver. No viene al caso criticar las características no esenciales del programa socialista. No se refuta el socialismo atacando la posición de los socialistas sobre la religión, el matrimonio, el control de la natalidad y el arte. Además, al tratar estos temas, los críticos del socialismo a menudo se equivocan. Así, por ejemplo, fueron tan ineptos como para convertir la desaprobación de la persecución bolchevique de la Iglesia rusa en una aprobación de esta iglesia degradada y adamantemente intolerante y de sus prácticas supersticiosas.

A pesar de estos graves defectos de los defensores de la libertad económica, fue imposible engañar a toda la gente todo el tiempo sobre las características esenciales del socialismo. Los planificadores más fanáticos se vieron obligados a admitir que sus proyectos implican la abolición de muchas libertades de las que la gente disfruta bajo el capitalismo y la «plutodemocracia». Presionados, recurrieron a un nuevo subterfugio. La libertad que hay que abolir, subrayan, es simplemente la espuria libertad «económica» de los capitalistas que perjudica al hombre común. Fuera de la «esfera económica» la libertad no sólo se conservará plenamente, sino que se ampliará considerablemente. «Planificar la libertad» se ha convertido últimamente en el eslogan más popular de los defensores del gobierno totalitario y de la rusificación de todas las naciones.

La falacia de este argumento proviene de la distinción espuria entre dos ámbitos de la vida y la acción humanas, totalmente separados entre sí, a saber, la esfera «económica» y la esfera «no económica». Con respecto a esta cuestión no es necesario añadir nada a lo que se ha dicho en las partes anteriores de este libro. Sin embargo, hay que destacar otro punto.

La liberación, tal y como la disfrutaban las personas en los países democráticos de la civilización occidental en los años del triunfo del viejo liberalismo, no era un producto de las constituciones, las cartas de derechos, las leyes y los estatutos. Esos documentos sólo pretendían salvaguardar la libertad, firmemente establecida por el funcionamiento de la economía de mercado, frente a las intromisiones de los gobernantes. Ninguna ley civil puede garantizar y hacer realidad la liberación si no es apoyando y defendiendo las instituciones fundamentales de la economía de mercado. El gobierno significa siempre coerción y coacción y es necesariamente lo contrario de la libertad. El gobierno es un garante de la libertad y es compatible con la libertad sólo si su alcance se limita adecuadamente a la preservación de la libertad económica. Cuando no hay economía de mercado, las disposiciones mejor intencionadas de las constituciones y las leyes son letra muerta.

La liberación del hombre en el capitalismo es un efecto de la competencia. El trabajador no depende de la buena voluntad de un empleador. Si su empleador lo despide, encuentra otro empleador.14  El consumidor no está a merced del comerciante. Es libre de ir a otra tienda si quiere. Nadie debe besar la mano de los demás ni temer su desaprobación. Las relaciones interpersonales son comerciales. El intercambio de bienes y servicios es mutuo; no es un favor para vender o comprar, es una transacción dictada por el egoísmo de ambas partes.

Es cierto que, en su calidad de productor, todo hombre depende directamente —por ejemplo, el empresario— o indirectamente —por ejemplo, el trabajador contratado— de las demandas de los consumidores. Sin embargo, esta dependencia de la supremacía de los consumidores no es ilimitada. Si un hombre tiene una razón de peso para desafiar la soberanía de los consumidores, puede intentarlo. Existe en el ámbito del mercado un derecho muy sustancial y efectivo para resistir la opresión. Nadie está obligado a entrar en la industria del licor o en una fábrica de armas si su conciencia se opone. Puede que tenga que pagar un precio por su convicción; no hay en este mundo fines cuya consecución sea gratuita. Pero se deja a la propia decisión del hombre elegir entre una ventaja material y la llamada de lo que cree que es su deber. En la economía de mercado, el individuo es el único árbitro supremo en materia de su satisfacción.15

La sociedad capitalista no tiene ningún medio para obligar a un hombre a cambiar de ocupación o de lugar de trabajo, salvo recompensar con un salario más alto a los que cumplen con los deseos de los consumidores. Es precisamente este tipo de presión la que muchos consideran insoportable y esperan ver abolida en el socialismo. Son demasiado tontos para darse cuenta de que la única alternativa es transmitir a las autoridades todo el poder para determinar en qué rama y en qué lugar debe trabajar un hombre.

En su calidad de consumidor, el hombre no es menos libre. Sólo él decide qué es más y qué es menos importante para él. Elige cómo gastar su dinero según su propia voluntad.

La sustitución con planificación económica a la economía de mercado elimina todas las liberaciones y deja al individuo simplemente el derecho a obedecer. La autoridad que dirige todos los asuntos económicos controla todos los aspectos de la vida y las actividades del hombre. Es el único empleador. Todo el trabajo se convierte en trabajo obligatorio porque el empleado debe aceptar lo que el jefe se digna a ofrecerle. El zar económico determina qué y cuánto de cada cosa puede consumir el consumidor. No hay ningún sector de la vida humana en el que se deje una decisión a los juicios de valor del individuo. La autoridad le asigna una tarea definida, lo entrena para ese trabajo y lo emplea en el lugar y de la manera que considera conveniente.

En cuanto se elimina la libertad económica que la economía de mercado concede a sus miembros, todas las libertades políticas y las declaraciones de derechos se convierten en patrañas. El hábeas corpus y el juicio con jurado son una farsa si, con el pretexto de la conveniencia económica, la autoridad tiene plenos poderes para relegar a todo ciudadano que le desagrade al ártico o a un desierto y asignarle «trabajos forzados» de por vida. La libertad de prensa es una mera ceguera si la autoridad controla todas las imprentas y fábricas de papel. Y lo mismo ocurre con todos los demás derechos de los hombres.

Un hombre tiene liberación en la medida en que configura su vida según sus propios planes. Un hombre cuyo destino está determinado por los planes de una autoridad superior, en la que se confiere el poder exclusivo de planificar, no es libre en el sentido en que este término «libre» era utilizado y entendido por todos los pueblos hasta que la revolución semántica de nuestros días provocó una confusión de lenguas.

7. Desigualdad de riqueza y renta

La desigualdad de los individuos en cuanto a riqueza e ingresos es una característica esencial de la economía de mercado.

El hecho de que la liberación es incompatible con la igualdad de riqueza e ingresos ha sido subrayado por muchos autores. No es necesario entrar en el examen de los argumentos emocionales expuestos en estos escritos. Tampoco es necesario plantear la cuestión de si la renuncia a la libertad podría garantizar por sí misma el establecimiento de la igualdad de riqueza y renta y si una sociedad podría subsistir sobre la base de dicha igualdad. Nuestra tarea es simplemente describir el papel que desempeña la desigualdad en el marco de la sociedad de mercado.

En la sociedad de mercado, la compulsión y la coerción directas se practican sólo para evitar actos perjudiciales para la cooperación social. Por lo demás, los individuos no son molestados por el poder policial. El ciudadano respetuoso de la ley está libre de la intromisión de carceleros y verdugos. La presión necesaria para impulsar a un individuo a contribuir con su parte al esfuerzo cooperativo de producción la ejerce la estructura de precios del mercado. Esta presión es indirecta. Pone sobre la contribución de cada individuo una prima graduada según el valor que los consumidores conceden a esta contribución. Al recompensar el esfuerzo del individuo según su valor, deja a cada uno la elección entre una utilización más o menos completa de sus propias facultades y capacidades. Este método no puede, por supuesto, eliminar las desventajas de la inferioridad personal inherente. Pero proporciona un incentivo para que cada uno ejerza sus facultades y habilidades al máximo.

La única alternativa a esta presión financiera ejercida por el mercado es la presión directa y la coacción ejercida por el poder de policía. Las autoridades deben encargarse de determinar la cantidad y la calidad del trabajo que cada individuo está obligado a realizar. Como los individuos son desiguales en cuanto a sus capacidades, esto requiere un examen de sus personalidades por parte de las autoridades. El individuo se convierte en un recluso de una penitenciaría, por así decirlo, al que se le asigna una tarea definida. Si no logra lo que las autoridades le han ordenado, se expone a un castigo.

Es importante darse cuenta de en qué consiste la diferencia entre la presión directa ejercida para la prevención del crimen y la ejercida para la extorsión de un rendimiento definido. En el primer caso, lo único que se exige al individuo es que evite un determinado modo de conducta, determinado con precisión por la ley. Por regla general, es fácil establecer si se ha observado o no esta interdicción. En el segundo caso, el individuo está obligado a cumplir una tarea definida; la ley le obliga a una acción indefinida, cuya determinación se deja a la decisión del poder ejecutivo. El individuo está obligado a obedecer lo que la administración le ordene. Si la orden emitida por el poder ejecutivo era o no adecuada a sus fuerzas y facultades y si la ha cumplido o no en la medida de sus posibilidades es extremadamente difícil de establecer. Todo ciudadano está, en todos los aspectos de su personalidad y en todas las manifestaciones de su conducta, sujeto a las decisiones de las autoridades. En la economía de mercado, en un juicio ante una corte penal, el fiscal está obligado a presentar pruebas suficientes de que el acusado es culpable. Pero en materia de realización de trabajos obligatorios corresponde al acusado demostrar que la tarea que se le asignó estaba por encima de sus capacidades o que ha hecho todo lo que se puede esperar de él. Los administradores combinan en su persona los cargos de legislador, ejecutor de la ley, fiscal y juez. Los acusados están totalmente a su merced. Esto es lo que la gente tiene en mente cuando habla de falta de libertad.

Ningún sistema de división social del trabajo puede prescindir de un método que haga a los individuos responsables de sus contribuciones al esfuerzo productivo conjunto. Si esta responsabilidad no se produce mediante la estructura de precios del mercado y la desigualdad de riqueza e ingresos que engendra, debe imponerse mediante los métodos de coacción directa que practica la policía. 

  • 1Para este hombre estos bienes no son bienes de primer orden, sino bienes de un orden superior, factores de producción posterior.
  • 2Véase, por ejemplo, R. v. Strigl, Kapital und Produktion (Viena, 1934), p. 3.
  • 3Cf. Frank A. Fetter en Encyclopaedia of the Social Sciences. III, 190.
  • 4Véase más adelante, pp. 522-531.
  • 5Para un examen del «experimento» ruso, véase Mises, Planned Chaos (Irvington-on-Hudson, 1947), pp. 80-87.
  • 6El producto más sorprendente de este método de pensamiento generalizado es el libro de un profesor prusiano, Bernhard Laum (Die geschlossene Wirtschaft [Tubinga, 19331]). Laum reúne una amplia colección de citas de escritos etnográficos que muestran que muchas tribus primitivas consideraban la autarquía económica como algo natural, necesario y moralmente bueno. De ello concluye que la autarquía es el estado natural y más conveniente de la gestión económica y que el retorno a la autarquía que él defiende es «un proceso biológicamente necesario» (p. 491).
  • 7Guy de Maupassant analizó el supuesto odio de Flaubert hacia los burgueses en Etude sur Gustave Flaubert (reimpreso en Oeuvres complètes de Gustave Flaubert [París, 1885], Vol. VII). Flaubert, dice Maupassant, «aimait le monde»(p. 67); es decir, le gustaba moverse en el círculo de la sociedad parisina compuesto por aristócratas, burgueses adinerados y la élite de artistas, escritores, filósofos, científicos, estadistas y empresarios (promotores). Utilizó el término burgués como sinónimo de imbecilidad y lo definió de esta manera «Llamo burgués a quien tiene pensamientos mezquinos (pense bassement)». Por lo tanto, es evidente que al emplear el término burgués Flaubert no tenía en mente a la burguesía como clase social, sino un tipo de imbecilidad que encontraba con mayor frecuencia en esta clase. También estaba lleno de desprecio por el hombre común («le bon peuple»). Sin embargo, como tenía contactos más frecuentes con la «gens du monde» que con los trabajadores, la estupidez de los primeros le molestaba más que la de los segundos (p. 59). Estas observaciones de Maupassant son válidas no sólo para Flaubert, sino para los sentimientos «antiburgueses» de todos los artistas. Por lo demás, hay que subrayar que, desde el punto de vista marxiano, Flaubert es un escritor «burgués» y sus novelas arquean una «superestructura ideológica»  del «modo de producción capitalista o burgués».
  • 8Los nazis utilizaban «judío» como sinónimo de «capitalista» y «burgués».
  • 9Cf. arriba, pp. 81-84.
  • 10Cf. Frank A. Fetter, The Principles of Economics (3ª ed. Nueva York, 1913), pp. 394, 410.
  • 11Se puede citar a Beatrice Webb, Lady Passfield, ella misma hija de un acaudalado hombre de negocios, como ejemplo destacado de esta mentalidad. Cf. My Apprenticeship (Nueva York, 1926), p. 42.
  • 12Cf. Trotsky (1937) citado por Hayek, The Road to Serfdom (Londres, 1944) p. 89.
  • 13Para una refutación de las doctrinas de moda de la competencia imperfecta y monopolística, véase F.A. Hayek, Individualism and Economic Order (Chicago, 1948), pp. 92-118.
  • 14Véase más adelante, pp. 595-596.
  • 15En la esfera política la resistencia a la opresión practicada por el gobierno establecido es la última ratio de los oprimidos. Por muy ilegal e insoportable que sea la opresión, por muy elevados y nobles que sean los motivos de los rebeldes, y por muy beneficiosas que sean las consecuencias de su resistencia violenta, una revolución es siempre un acto ilegal, que desintegra el orden establecido del Estado y del gobierno. Es una marca esencial del gobierno civil que sea en su territorio el único organismo que está en condiciones de recurrir a medidas de violencia o de declarar legítima cualquier violencia practicada por otros organismos. Una revolución es un acto de guerra entre los ciudadanos, suprime los fundamentos mismos de la legalidad y, en el mejor de los casos, está limitada por las dudosas costumbres internacionales relativas a la beligerancia. Si triunfa, puede establecer después un nuevo orden jurídico y un nuevo gobierno. Pero nunca puede promulgar un «derecho de resistencia a la opresión» legal. Tal impunidad concedida a los pueblos que se aventuran a la resistencia armada contra las fuerzas armadas del gobierno equivale a la anarquía y es incompatible con cualquier modo de gobierno. La Asamblea Constituyente de la primera Revolución Francesa fue lo suficientemente tonta como para decretar tal derecho; pero no fue tan tonta como para tomarse en serio su propio decreto.
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