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El régimen planea para nosotros algo más que las exigencias de «desprogramar» de Hillary Clinton

Esta semana, Hillary Clinton propuso públicamente propuso «desprogramación formal» para los entusiastas de MAGA (Make America Great Again), apilando un repetido tema del presidente Joe Biden tema de intentar hacer frente a «un movimiento extremista que no comparte las creencias básicas de nuestra democracia. El movimiento MAGA».

La nación descubrió recientemente que la Oficina Federal de Investigación tiene una nueva categoría extremista MAGA. Todo este arduo trabajo del gobierno tiene como objetivo «preservar la democracia». Clinton está particularmente preocupada por la pequeña «cola» extremista que mueve la bancada republicana de la Cámara de Representantes y destruye no sólo el decoro, sino la propia institución.

Resulta tentador entretenerse un poco con todo esto, pero como Tho Bishop señaló «Los regímenes débiles son especialmente peligrosos». La conversación sobre Ucrania por parte de Occidente, la Organización del Tratado del Atlántico Norte y BlackRock giró en torno a los «próximos pasos» hace muchos meses. Nuestro actual régimen débil aquí en casa —un grupo de beneficiarios del Estado dominante que miran hacia abajo el barril de un colapso financiero, social y militar hegemónico trifecta— también está considerando los próximos pasos para nosotros.

Más allá de la caza de MAGAT (Make America Great Again Terrorists) y quizás cargarlos en trenes para desprogramarlos en algún lugar, ¿qué más se avecina, y qué podemos aprender ahora que nos ayude?

Podemos aprender del colapso de la Unión Soviética en 1989, una ruptura aparentemente repentina de lo que parecía ser un Estado federal fuerte y centralizado que, en realidad, había perdido el control de la economía, la cultura y la narrativa al menos una década antes. Las personas y las regiones que ansiaban la independencia, y quienes desafiaban la narrativa, eran enemigos del Estado. Al final de esa historia, lo que quedaba eran muchos de los mismos oligarcas políticos, muchos de ellos internacionalizados, en control de la mayor parte de los recursos económicos y naturales de la antigua Unión Soviética. Los pobres, que habían invertido en las promesas socialistas y dependían de ellas, siguieron siendo pobres, y muchos se empobrecieron aún más.

Durante varios años, la tasa de mortalidad aumentó en Rusia. El poder cambió, pero quizá no tan radicalmente como nos dijeron. Aunque celebramos a Mijaíl Gorbachov como el líder que hizo posible el fin de la Unión Soviética con reestructuración y transparencia, muchos rusos vieron y vivieron lo ocurrido de forma algo diferente.

Se dice que hoy en día hay más de 40 billones de dólares en circulación en todo el mundo. Empresa de capital BlackRock gestiona 10 billones de dólares, y algunos creen que Vanguard posee casi la misma cantidad. Ambas empresas invierten en bienes raíces, medios de comunicación, defensa y productos farmacéuticos. También invierten en narrativas políticas modernas que son verdes, diversas y estatistas. Ambas colaboran con el Foro Económico Mundial. Este es su club, e incluye a la mayoría de los políticos de los partidos Demócrata y Republicano. Esta centralización del control sobre los activos tanto en sectores estatales como privados, fusionados de hecho durante décadas en los EEUU, nos recuerda a la centralización evolutiva vista en los grandes experimentos socialistas y soviéticos.

Puede que estemos perdiendo el rastro del dinero, pero está muy centrado en nosotros. Las entidades no estatales tienen una capacidad con la que los políticos y los Estados sólo sueñan, en términos de capacidad cotidiana para introducirse en nuestros bancos, nuestras escuelas, nuestros medios de comunicación y nuestros gastos. Rastrean cómo empleamos nuestro tiempo y nuestros recursos para beneficiarse racionalmente y moldear nuestro gasto para obtener aún más rentabilidad. En lugar de una advertencia orwelliana, la humanidad como animal de granja es tanto política no estatal como estatal.

No hace mucho, David Ignatius, del Washington Post, «dijo» públicamente al presidente Biden y a Kamala Harris que cesaran su campaña para la reelección. Dentro del Beltway, se entiende que Ignatius habla en nombre de los Demócratas y de la Agencia Central de Inteligencia, pero no podemos detenernos ahí —el mundo de los medios de comunicación americana está fuertemente influenciado por BlackRock, Vanguard y State Street, filial de BlackRock. El poder que atribuimos a nuestra capital, el destartalado trono de Washington, DC, no se deriva totalmente de un proceso electoral, ni de lejos.

Cuando consideramos lo que implica la debilidad de un régimen, volvemos a la Guerra del Peloponeso y al informe de Tucídides informe de que «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben».

El actual régimen de EEUU es débil y disfuncional. Está avivando guerras confusas e inútiles en el exterior, y división y conflicto en el interior. Pero, ¿por qué? ¿Está el régimen, como parece creer Hillary Clinton, en peligro real por la minoría de americanos que desafían la autoridad del Estado, cuestionan sus decisiones y rechazan sus exigencias? ¿O está ella, desde su perspectiva, hablando en nombre de una organización del capital más amplia, que ve tanto al pueblo como a los recursos de la nación únicamente en términos de riesgo y recompensa, con unidades humanas sujetas al «control de calidad» del Estado?

Ronald Reagan, como presidente, acudía con frecuencia «directamente» al pueblo, donde era popular, para enviar un mensaje y forzar la mano del Congreso en tal o cual asunto. Sin duda, el enfoque político de Donald Trump sigue ese patrón. ¿Es el empujón de Clinton a la reprogramación un genuino estatismo diseñado para salvar la democracia tal y como ella la entiende, o es un mensaje de sus patrocinadores? El hecho de que no lo sepamos es preocupante.

Las personas que viven bajo un gobierno que está fracasando institucional, económica e irreversiblemente están en peligro. La mayoría de los americanos lo perciben intuitivamente. Puede que tengamos que reconocer a los políticos de la corriente dominante como mensajeros frenéticos, al servicio nervioso de aquellos a los que hay que pagar. Nuestros políticos públicos temen a aquellos que, de forma muy parecida a la clase propietaria de la Unión Soviética de los años ochenta, ya han decidido qué deuda amortizar, qué inversiones consolidar y cómo beneficiarse del próximo colapso de la deuda pública y de los gobiernos de todo el planeta. Nuestra primera prioridad puede ser reconocer que los enemigos públicos llamados por nuestros asustados políticos pueden ser héroes nacientes, futuros mártires y abanderados.

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