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Cómo la Casa Blanca secuestró la capacidad de declarar la guerra

Hace mucho que hemos sobrepasado el punto en que los argumentos constitucionales podían esperar restringir a la clase política americana, tanto en el interior como en el exterior. Sin embargo, sigue valiendo la pena hacerlo, ya que sirven para mostrar el desdén de ambos partidos por la ley y la tradición americanas.

Desde la Guerra de Cortea, el Artículo II, Sección 2 de la Constitución (que se refiere al presidente como “Comandante en Jefe del Ejército y la Armada de los Estados Unidos”) se ha interpretado que significa que el presidente tiene esencialmente manos libres en asuntos exteriores o al menos que puede enviar hombres a la batalla sin consultar al Congreso. Pero lo que los redactores querían indicar con esa cláusula era que una vez se declarara la guerra era responsabilidad del presidente como comandante en jefe dirigir la guerra. Alexander Hamilton hablaba en estos términos cuando decía que el presidente, aunque no tuviera el poder de declarar la guerra, tendría «la dirección de la guerra cuando se autorizara o empezara». El presidente al actuar solo estaba autorizado a repeler ataques inesperados (de ahí la decisión de quitarle solo el poder de «declarar» la guerra, no de «hacer» la guerra, que se pensaba que era un poder necesario de emergencia en caso de ataque extranjero).

Los redactores de la Constitución fueron muy claros a la hora de asignar al Congreso lo que David Gray Adler ha llamado «estatus principal en una asociación con el presidente para el fin de llevar a cabo la política exterior». Consideremos lo que dice la Constitución sobre asuntos exteriores. El Congreso tiene el poder «de regular el comercio con naciones extranjeras», «de crear y apoyar ejércitos», de «conceder patentes de corso y represalia», de «proveer la defensa común» e incluso «de declarar la guerra». El Congreso comparte con el presidente el poder de firmar tratados y nombrar embajadores. Con respecto al presidente, solo tiene asignados dos poderes relacionados con los asuntos exteriores: es el comandante en jefe de las fuerzas armadas y tiene el poder de recibir a los embajadores.

En la Convención Constitucional, los delegados descartaron expresamente cualquier intención de modelar el ejecutivo americano exactamente igual que la monarquía británica. Por ejemplo, James Wilson señalaba que los poderes del rey británico no constituyen “una guía apropiada para definir los poderes del ejecutivo. Algunas de sus prerrogativas eran de naturaleza legislativa. Entre otras las de la guerra y la paz”. Igualmente, Edmund Randolph afirmaba que los delegados no tenían «ningún motivo para ser gobernados con el gobierno británico como prototipo».

Hacer recaer esta autoridad en política exterior sobre el legislativo en lugar del poder ejecutivo del gobierno era una ruptura drástica y deliberada con el modelo británico de gobierno con el que estaban más familiarizados, así como con el de otras naciones, en las que el poder ejecutivo (en la práctica, el monarca) poseía todos esos derechos, incluido el derecho exclusivo de declarar la guerra. Los redactores de la Constitución creían que la historia prestaba un amplio testimonio de gobiernos inclinados a la guerra. Como escribía James Madison a Thomas Jefferson: «La Constitución supone lo que muestra la historia de todos los gobiernos, que el ejecutivo es el poder más interesado en la guerra y más propenso a ella. Por eso se ha estudiado con mucho cuidado la cuestión de la guerra en el parlamento».

En la Convención Constitucional, Pierce Butler «estaba a favor de otorgar el poder al presidente, que tendría todas las cualidades requeridas y no entablaría guerras sino cuando lo apoyara la nación». La moción de Butler no recibió mucho apoyo.

James Wilson aseguraba en el Convención de Ratificación de Pennsylvania: «Este sistema hará que no nos apresuremos a entrar en guerra: está calculado para protegernos de ello. No estaría en manos de un solo hombre o un solo grupo de hombres el meternos en esos problemas, pues el importante poder de declarar la guerra se otorga al Congreso en su totalidad: esta declaración debe realizarse con la participación de la Cámara de Representantes: a partir de esta circunstancia podemos llegar a la segura conclusión de que solo nuestros intereses pueden llevarnos a la guerra».

En el número 69 de The Federalist, Alexander Hamilton explicaba que la autoridad del presidente «sería nominalmente la misma que la del rey de Gran Bretaña, pero sustancialmente inferior. No equivaldría a nada más que el mando supremo y dirección del ejército y las fuerzas navales, como primer general y almirante de la confederación, mientras la del rey británico se extiende a la declaración de la guerra y a la recluta y regulación de flotas y ejércitos, todo lo cual la constitución bajo consideración atribuiría al legislativo».

Es conocido que Abraham Lincoln explicaba así este principio:

Permitid al presidente invadir una nación vecina, siempre que lo considere necesario para repeler una invasión y permitidle que lo haga siempre que pueda decir que lo considera necesario para ese fin y le permitiréis guerrear a su albedrío. (…) Estudiad para ver si podéis fijar algún límite a su poder a este respecto, después de que le hayáis dado tanto como proponéis. Si hoy decidiera decir que cree necesario invadir Canadá para impedir que nos invadan los británicos, ¿cómo podríais detenerle? Podríais decirle: “No veo ninguna probabilidad de que los británicos nos invadan”, pero él os diría: “callaos, yo lo veo, aunque vosotros no”.

La disposición de la Constitución que da el poder de hacer la guerra al Congreso estuvo dictada, en mi opinión, por las siguientes razones. Los reyes siempre habían estado implicando en guerras y empobreciendo así a su pueblo, pretendiendo generalmente, si no siempre, que el objetivo era el bien del pueblo. Así que nuestra Convención entendía que esta era la más opresiva de las opresiones del rey y resolvió redactar la constitución de forma que ningún hombre tuviera el poder de oprimirnos de esta manera. Pero este nuevo punto de vista destruye todo y pone a nuestro presidente donde siempre han estado los reyes.

Según John Bassett Moore, la gran autoridad en derecho internacional que (entre otras acreditaciones) ocupó la primera cátedra de derecho internacional en la Universidad de Columbia: «Difícilmente puede quedar espacio para la duda de que los redactores de la Constitución, cuando otorgaron al Congreso el poder de declarar la guerra, nunca imaginaron que dejarían al ejecutivo el uso de fuerzas militares y navales de Estados Unidos en todo el mundo para el fin de coaccionar a otras naciones, ocupando su territorio y matando a sus soldados y ciudadanos, todo de acuerdo con sus propias ideas de ajuste de las cosas, mientras no llamaran guerra a estas acciones o persistieran en llamarlas paz».

De acuerdo con este punto de vista, las operaciones de George Washington contra los indios basadas en su propia autoridad se limitaban a ser medidas defensivas, consciente de que se necesitaba la aprobación del Congreso para ir más allá. «La Constitución otorga al Congreso el poder de declarar la guerra», decía, «por tanto no puede realizarse ninguna expedición ofensiva de importancia sin haber deliberado sobre el asunto y autorizado dicha medida».

La típica respuesta neoconservadora a este argumento es afirmar que el presidente ha enviado tropas a la batalla cientos de veces sin autorización del Congreso. Un famoso neoconservador, cuyo nombre mantendré piadosamente en silencio dio exactamente este argumento en su reseña de mi Politically Incorrect Guide to American History.

Veamos cómo resiste la afirmación.

Los defensores de un amplio poder bélico del ejecutivo apelaban a la Cuasi-Guerra con Francia, en los últimos años del siglo XVIII, como un ejemplo de guerra unilateral por parte del presidente. Francis Wormuth, una autoridad en poderes de guerra y la Constitución, describe esa pretensión como «completamente falsa». John Adams «no llevó a cabo en absoluto ninguna acción independiente. El Congreso aprobó una serie de leyes que equivalían, eso dijo el Tribunal Supremo, a una declaración de guerra imperfecta y Adams cumplió con estas normas». (La referencia de Wormuth al Tribunal Supremo recuerda una sentencia tras la Cuasi-Guerra, en la que el tribunal decidió que el Congreso podía, o bien declarar la guerra, o bien aprobar hostilidades por medio de normas que autorizaran una guerra no declarada. La Cuasi-Guerra era un ejemplo de este último caso).

Consideremos un incidente interesante y revelador que se produjo durante la Cuasi-Guerra. El congreso autorizó al presidente a abordar navíos que navegaran hacia puertos franceses. Pero el presidente Adams, actuando bajo su propia autoridad y sin la aprobación del Congreso, ordenó a los barcos americanos capturar navíos que navegarán desde o hacia puertos franceses. El capitán George Little, actuando bajo la autoridad de la orden de Adams, abordó un barco danés que navegaba desde un puerto francés. Cuando Little fue demandado por daños, el alegato llegó hasta el Tribunal Supremo. El juez principal John Marshall sentenció que el capitán Little sí podía ser demandado por daños en este caso. «En resumen», escribe Louis Fisher en el sumario, «la política del Congreso enunciada en una ley prevalece necesariamente sobre órdenes presidenciales y acciones militares inconsistentes. Las órdenes presidenciales, incluso las emitidas como comandante en jefe, están sometidas a las restricciones impuestas por el Congreso».

Otro incidente frecuentemente citado a favor de un poder presidencial general para desplegar fuerzas americanas y comenzar hostilidades se refiere a la política de Jefferson hacia los estados berberiscos, que reclamaban dinero para protección a los gobiernos cuyos barcos navegaban el Mediterráneo. Inmediatamente antes del discurso de toma de posesión de Jefferson en 1801, el Congreso aprobaba una legislación naval que, entre otras cosas, disponía que seis fragatas «serán dotadas de oficiales y tropa como disponga el presidente de los Estados Unidos». Fue a esta instrucción y autoridad a la que apeló Jefferson cuando envió barcos americanos al Mediterráneo. Ante la posibilidad una declaración de guerra contra Estados Unidos por las potencias berberiscas, estos barcos iban a «proteger nuestro comercio y castigar su insolencia, hundiendo, quemando o destruyendo sus barcos y navíos dondequiera que se encuentren».

A finales de 1801, el pachá de Trípoli declaró la guerra a EEUU. Jefferson envió una pequeña fuerza a la zona para proteger los barcos y ciudadanos americanos contra una posible agresión, pero insistía en que no estaba «autorizado por la Constitución, sin la sanción del Congreso, ir más allá de la línea de defensa»; solo el Congreso podía autorizar «también medidas ofensivas». Así que Jefferson dijo al Congreso: «Les comunico toda la información material sobre este asunto, para que en el ejercicio de esta importante función que confiere la Constitución exclusivamente al parlamento pueda este formarse por sí mismo un juicio desde el conocimiento y consideración de toda circunstancia de peso».

Jefferson desviaba coherentemente al Congreso sus disposiciones sobre los piratas berberiscos. «Estudios recientes por parte del Departamento de Justicia y las declaraciones realizadas durante el debate en el Congreso», escribe Fisher, «indican que Jefferson adoptó medidas militares contra las potencias berberiscas sin requerir la aprobación o autoridad del Congreso. De hecho, en al menos diez leyes, el Congreso autorizaba explícitamente la acción militar por parte de los presidentes Jefferson y Madison. El Congreso aprobó legislación en 1802 para autorizar al presidente a equipar navíos armados para proteger el comercio y los marineros en el Atlántico, el Mediterráneo y los mares adyacentes. La ley autorizaba a los barcos americanos a abordar navíos propiedad del bey de Trípoli, distribuyendo la propiedad incautada entre aquellos que llevaran los navíos a puerto. Legislación adicional en 1804 daba un apoyo explícito a ‘operaciones de carácter bélico contra la regencia de Trípoli o cualquier otra de las potencias berberiscas’».

Consideremos asimismo la declaración de Jefferson en el Congreso a finales de 1805 con respecto a una disputa fronteriza con España sobre Luisiana y Florida. Según Jefferson, España parecía tener «intención de avanzar sobre nuestras posesiones hasta verse detenida por una fuerza opuesta. Considerando que solo el Congreso tiene constitucionalmente otorgado el poder de cambiar nuestra condición de la paz a la guerra, he pensado que es mi deber esperar a su autoridad para usar la fuerza. (…) Pero la acción a realizar requerirá la asignación de medios que corresponde al Congreso exclusivamente otorgar o denegar. A ellos comunico todo hecho material para su información y los documentos necesarios para permitirles juzgar por sí mismos. Así que encomiendo a su sabiduría la decisión de lo que voy a hacer y haré con empeño sincero lo que aprueben».

El siglo XIX, mirado con detalle, resulta no proporcionar los precedentes belicistas presidenciales que sus defensores preferirían ver. No vemos nada que se acerque a la autoridad sin límites y verdaderamente abrumadora que los neoconservadores concederían al presidente hasta los últimos años de ese siglo, y aun así sólo en miniatura.

Walter LaFeber, de la Universidad de Cornell, señala los orígenes de los poderes bélicos presidenciales modernos en un oscuro incidente de 1900. En 1898, un grupo de combatientes chinos contra los extranjeros conocido en occidente como los bóxers se levantó en protesta contra la explotación extranjera y los privilegios extraterritoriales en su país. Atacaban misioneros cristianos y conversos chinos, así como ingenieros franceses y belgas. Después de matar al embajador alemán en 1900, varias naciones enviaron tropas a restaurar el orden en medio del creciente terror. McKinley contribuyó con 5.000 tropas americanas. Sin embargo, esta acción aparentemente menor estuvo preñada de consecuencias, como observa LaFeber:

McKinley dio un paso histórico al crear un nuevo poder presidencial en el siglo XX. Envió los 5.000 efectivos sin consultar al Congreso, por supuesto sin obtener una declaración de guerra para luchar contra los bóxers, que estaban apoyados por el gobierno chino. (…) Los presidentes habían usado anteriormente esa fuerza contra grupos no gubernamentales que amenazaban a los intereses y los ciudadanos de EEUU. Sin embargo, ahora se usaban contra gobiernos reconocidos y sin obedecer las disposiciones de la Constitución acerca de quién tenía que declarar la guerra.

¿Qué pasa con esos «cientos» de casos de guerras presidenciales? Este argumento (sorpresa) se origina en el propio gobierno de EEUU. En los tiempos de la Guerra de Corea, varios congresistas sostenían que «la historia muestra que en más de 100 ocasiones en la vida de esta República el presidente como comandante en jefe ha ordenado a la flota o las tropas hacer ciertas cosas que implicaban un riesgo de guerra» sin el consentimiento del Congreso. En 1966, en defensa de la Guerra de Vietnam, el Departamento de Estado adoptaba una línea similar: «desde que se adoptó la constitución ha habido al menos 125 ejemplos en los que el presidente ha ordenado a las fuerzas armadas entrar en acción o mantener posiciones en el exterior sin obtener autorización previa del Congreso, desde la guerra no declarada con Francia (1798-1800)».

Ya hemos visto que la guerra con Francia no presta en modo alguno ningún apoyo a quienes están a favor de amplios poderes presidenciales de guerra. Con respecto al resto, el gran investigador presidencial Edward S. Corwin señalaba que esta larga lista de supuestos precedentes consistía principalmente en «peleas con piratas, desembarcos de pequeños contingentes navales en costas bárbaras o semibárbaras, el envío de pequeños grupos de tropas para perseguir bandidos o cuatreros tras la frontera mexicana y cosas similares».

Por tanto, el argumento neoconservador se basa en la ignorancia o la mentira. No hay una tercera posibilidad. Para apoyar su postura (aunque por razones obvias no la exponen de esta manera) están considerando las persecuciones de cuatreros como ejemplos de guerras presidenciales y como precedentes para enviar millones de americanos a la guerra con gobiernos extranjeros en el otro extremo del planeta. En realidad, no parece necesario ningún comentario.

Por el contrario, consideremos las palabras del senador Robert A. Taft en 1951: «Mi conclusión, por tanto, es que, en el caso de Corea, donde ya hay en marcha una guerra, no tenemos ningún derecho a enviar tropas a una nación con la que no tenemos ningún tratado, para defenderla contra el ataque de otra nación, no importa lo falta de principios que pueda haber sido esa agresión, salvo que todo el asunto se someta al Congreso y se obtenga una declaración de guerra o alguna otra autorización directa».

Taft, como recordarán algunos lectores, fue conocido en su día como «Sr. Republicano». Esta es otra manera en la que el mundo se ha vuelto del revés.

[Publicado originalmente el 7 de julio de 2005 en LewRockwell.com]

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