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Las místicas políticas y económicas del poder estatal

Uno de los grandes misterios políticos ha sido el éxito de gobiernos dirigiendo sociedades con poca oposición y resistencia de la gran mayoría de la población, incluso cuando estos gobiernos han sido tiranías brutales y abiertamente dictatoriales en su control.

No ha sido menos cierto bajo regímenes democráticos, bajo los cuales los niveles de impuestos han sido mucho más altos y el grado de regulación de las actividades personales, sociales y económicas a menudo mucho más intrusivo que bajo tiranos de épocas pasadas. Ha sido así a pesar del hecho de que esos gobiernos son formalmente “responsables ante el pueblo” a través de elecciones regulares que determinan quién ostenta los altos cargos políticos, con un poder legitimado sobre las vidas del electorado.

La conquista y el saqueo como origen del estado

Desde hace mucho tiempo los historiadores entienden que la mayoría de los estados modernos, como los de Europa, tienen sus orígenes en la conquista y el saqueo. Tribus invasoras y bandas derrotaron a los gobernantes existentes y sus pueblos y se establecieron permanentemente para vivir de aquellos a quienes no habían matado durante la conquista.

El sociólogo alemán Franz Oppenheimer (1864-1943) destacó esto especialmente en su obra clásica sobre el origen del poder y la autoridad política, El estado (1914). Este argumentaba que hay esencialmente dos maneras por las que las personas pueden obtener los medios materiales que desean para sostener y mejorar sus vidas: los medios económicos y los medios políticos. Oppenheimer dice:

Hay dos medios esencialmente opuestos por los que el hombre, para obtener su sustento, trata de obtener los medios necesarios para satisfacer sus deseos. Están el trabajo y el robo, el trabajo propio y la apropiación por la fuerza del trabajo de otros.

Propongo en la siguiente explicación llamar al trabajo propio y al intercambio equivalente del trabajo de uno por el trabajo de otros, los “medios económicos” para la satisfacción de necesidades, mientras que a la apropiación no correspondida del trabajo de otros la llamaremos los “medios políticos”.

Oppenheimer advertía de cuando las personas pueden elegir entre estos dos métodos para adquirir lo que desean, se ven demasiado a menudo tentados por usar la coacción en lugar de las vías de la producción pacífica y el comercio. Decía: “Siempre que se ofrece una oportunidad y el hombre posee el poder, prefiere los medios políticos a los económicos para el sostenimiento de su vida”.

Luego Oppenheimer preguntaba:

¿Qué es, por tanto, el estado como concepto sociológico? El estado (…) es una institución social, obligada por un grupo victorioso de hombres a un grupo derrotado, con el solo fin de regular el dominio de dicho grupo victorioso sobre los vencidos y de asegurarse contra revueltas desde el interior y ataques desde el exterior. (…) Este dominio no tenía otro propósito que la explotación económica de los vencidos por los vencedores. Ningún estado primitivo conocido en la historia se originó de ninguna otra manera.

Del bandolerismo al poder permanente

La opinión de Oppenheimer fue replanteada en tiempos más recientes por el teórico de la elección pública, Mancur Olson (1932-1998), en su obra póstuma Power and Prosperity (2000) [Poder y prosperidad], en relación con los motivos económicos y las acciones del conquistador. Olson argumentaba que el origen del estado podría verse en el reemplazo de los bandoleros por bandidos sedentarios que se establecen para gobernar un territorio a lo largo de un periodo prolongado.

A las bandas ambulantes no les importa lo que ocurra en el área que han saqueado y luego dejan atrás. Pero el bandido sedentario que quiere vivir permanentemente del área conquistada tiene que tener en consideración las condiciones y los incentivos de sus súbditos para que sigan produciendo por tanto creando algo para él y saquearlos mediante impuestos un año tras otro.

Así, con los impuestos que fija, el bandido sedentario debe también, por su propio interés, garantizar hasta cierto punto los derechos de propiedad de sus súbditos, hacer que se cumplan los contratos, establecer un sistema judicial para resolver sus disputas e incluso proporcionar algunos “bienes públicos”, como caminos y puertos para facilitar el comercio.

Pero el motivo del conquistador sedentario para proporcionar esas protecciones y cumplimientos para aquellos a quienes gobiernan es extraer la mayor cantidad de ingreso fiscal para sí mismo con el mínimo coste de respeto y aplicación de los derechos de propiedad de sus súbditos, pero a quienes debe ofrecer algún grado mínimo de dicha seguridad. De otra manera, su incentivo para producir la riqueza de la que vienen sus ingresos fiscales podría ser mucho menor. Mancur Olson decía:

El líder de los bandidos, si es lo suficientemente fuerte como para asegurarse un territorio y monopolizar allí el robo, tiene un interés consiguiente sobre su dominio. Su consiguiente interés le lleva a limitar y regularizar el grado de robo y a gastar algunos de los recursos que controla en bienes públicos que benefician tanto sus víctimas como a sí mismo.

Como las víctimas del bandido sedentario son para él una fuente de ingresos fiscales, prohíbe la muerte y mutilación de sus súbditos. Como el robo por parte de sus súbditos y el comportamiento de elusión del robo que genera reducen los ingresos totales, el bandido no permite el robo a nadie salvo a sí mismo.

Sirve a sus intereses gastando algunos de los recursos que controla para impedir el crimen entre sus súbditos y proporcionar otros bienes públicos. Un líder de bandidos con suficiente fuerza como para controlar y mantener un territorio tiene un incentivo para establecerse, portar una corona y convertirse en un autócrata suministrador de bienes públicos.

Pero la fuerza pública y el miedo, a largo plazo, no son una base sostenible para un saqueo y un privilegio permanentes por parte de los pocos conquistadores sobre los muchos conquistados. Sería mucho mejor si aquellos sobre los que manda el gobernante no solo aceptaran su control y sus órdenes por miedo, sino que lo hicieran también voluntariamente por la creencia en la corrección y justicia de su autoridad política sobre ellos.

¿Entonces cómo inculcan los gobernantes políticos esta creencia en su derecho a gobernar y con ella una lealtad y fidelidad obedientes por parte de súbditos y ciudadanos a los gobiernos que mandan?

Louis Rougier y las místicas políticas y económicas

Este es un tema asumido por el filósofo y economista liberal clásico francés, Louis Rougier (1889-1982). Especialmente en las dos décadas de 1920 y 1930, entre las dos guerras mundiales, Rougier fue uno de los principales defensores europeos del gobierno limitado y el libre mercado y el capitalismo competitivo y un crítico de los colectivismo totalitarios de ese tiempo, que parecían amenazar con dominar buena parte del mundo.

Trataba esta cuestión en dos obras, Modern Political Mystiques and Their International Impact (1935) y Modern Economic Mystiques and Their International Impact (1938), ambas expuestas originalmente como una serie de lecciones en el Instituto de Grado de Estudios Internacionales de Ginebra. El Instituto de Grado era una cátedra de educación superior orientada al liberalismo clásico, que, con el auge del fascismo italiano y el nazismo alemán, sirvió como refugio para diversos intelectuales eminentes en busca de un hogar intelectual fuera de sus países ahora totalitarios (incluyendo el economista austriaco  Ludwig von Mises, el economista alemán Wilhelm Röpke y el historiador italiano Guglielmo Ferrero, entre otros).

Los gobiernos y los movimientos ideológicos, explicaba Rougier, se envuelven en “místicas” que sirven como justificación de reclamaciones de un derecho ético y legal a gobernar. ¿Qué es una “mística”? Rougier decía:

El término se refiere por tanto una combinación de creencias que no podría demostrarse por medio la razón o basarse en la experiencia, pero que se acepta ciegamente por razones irracionales: por el efecto de la costumbre del que habla Pascal, de la educación, de la autoridad, del ejemplo, de conceptos previos que se suponen inevitables, en resumen, por el efecto de todas las presiones del conformismo social.

Estas creencias pueden ser morales, estéticas, científicas, sociales o políticas. Toda doctrina por la que ya no se siente la curiosidad o la necesidad de ponerla en cuestión, ya sea porque se acepte como un dogma tan evidente que una investigación acerca de su solidez resultaría superfluo o porque uno la acepta por un acto de fe considerado tan necesario como una consecuencia de su beneficencia sacrosanta que abandonarla sería escandaloso, es una mística y se acepta como tal.

La mística económica frente a las leyes del mercado

Una “mística económica”, decía Rougier, es una que permite a una persona creer en el poder del gobierno para hacer todo lo que quiere, por ejemplo en forma de diversos tipos de intervención pública afectando a salarios, precios o producción bajo la presunción incuestionable de que lo que el gobierno declara como fin de la intervención se materializará totalmente sin consecuencias negativas o no pretendidas.

La idea de que hay “leyes” económicas de oferta y demanda o relaciones entre precio y coste y que afectan la rentabilidad o la empleabilidad, es desconocida o ignorada o rechazada por una creencia aparentemente irracional en que, como el objetivo declarado de la intervención es “bueno”, basta con que el gobierno implante la política intervencionista para que sea así. Eso mismo es aplicable, decía Rougier, en el caso de los defensores de la planificación centralizada socialista.

Si algo obstaculiza o impide el logro del objetivo de la intervención, debe deberse o bien a que no se ha aplicado suficiente “fuerza” o a que no se ha gastado suficiente dinero para ello. O a que algunas personas o grupos nefastos y socialmente malvados han actuado para impedirlo. Lo mismo es aplicable, argumentaba Rougier, en el caso de los defensores de la planificación centralizada socialista. El fracaso en cumplir con éxito los objetivos planificados por el gobierno solo puede deberse a intrigantes “enemigos del pueblo” o a traidores “saboteadores” al servicio de potencias extranjeras tratando de socavar el triunfo de la utopía colectivista o a una falta negligente de un entusiasmo suficiente y una dedicación disciplinada por parte de algunos de los trabajadores y gestores.

El economista de orientación liberal clásica tenía la razón de su lado en relación con el creyente en dichas místicas económicas, porque, insistía Rougier, no todo juicio de valor es únicamente un asunto de deseo o creencia “subjetivo” o personal, no abierto o a una investigación o evaluación objetiva. Si una persona dice que prefiere llevar corbatas rojas a corbatas azules o prefiere conducir un tipo de automóvil en lugar de otro, puede haber poco a discutir o rebatir por parte otro acerca de esa preferencia declarada.

Pero si alguien dice, por ejemplo, que apoya que un gobierno imponga un salario mínimo o una barrera comercial porque cree que esas políticas, respectivamente, mejorarán las condiciones de vida de los trabajadores no cualificados sin afectar a la cantidad del empleo de dichos trabajadores o aumentarán el nivel general de producción y empleo a la economía sin efectos adversos, el economista tiene un patrón lógico y experiencial sobre el que evaluarlos. Ese patrón es: ¿Los medios elegidos por el intervencionista logran de hecho los objetivos, propósitos y fines que se buscan? O, como lo ha expresado Rougier:

Si afligidos por un complejo de inferioridad, preferís regímenes autoritarios [porque esto aumenta “subjetivamente” vuestro sentido de autoestima], nadie negará que vuestra decisión responde a una necesidad real de vuestra personalidad y no hay nada que discutir. Pero sí decís: “prefiero gobiernos autoritarios y totalitarios a gobiernos liberales, porque son mejores para garantizar el bienestar de los individuos y la paz de las naciones”, ofrecéis un juicio que se puede someter a la verificación de la experiencia, los hechos y la historia.

Y las lecciones de la historia económica y la teoría económica demuestran mucho más allá de cualquier duda razonable, decía Rougier, que los medios escogidos en estos casos (leyes de salario mínimo, barreras comerciales proteccionistas, regímenes autoritarios) no producirán los fines deseados de rentas superiores, mejores niveles de vida y paz y armonía internacionales.

Los intentos de razonar con los seguidores de esas místicas económicas son a menudo ignorados por sus creyentes. La argumentación, presentación y discusión razonadas de hechos históricos o contemporáneos y las evidencias o argumentos lógicos son a menudo rechazados emocionalmente como una prueba de que la crítica de la mística económica no tiene compasión o sentimientos de atención por aquellos auxiliados por la intervención o la planificación del gobierno.

Las místicas políticas como racionalizaciones del poder y el saqueo

Parte de la razón de esto, sugiere Rougier, es el problema más amplio y profundo de las “místicas políticas” que sirven como base para justificar y legitimar el derecho de alguien a gobernar sobre otros y la consiguiente creencia en su poder de hacer “el bien” si se le da suficiente poder.

Desde los tiempos de la antigüedad, explica Rougier, los conquistadores y gobernantes han buscado esa justificación legitimadora para su control y mando sobre los demás en la sociedad. Lo hizo la “mística monárquica” y durante miles de años, racionalizando con éxito el poder político a través de la reclamación y el adoctrinamiento en un derecho divino de gobierno. El rey tenía una autoridad absoluta e incuestionable porque era él mismo un “dios” o se le había otorgado este estatus por “los dioses” o Dios.

Desde los tiempos de los antiguos hebreos, la unción del gobernante por un sumo sacerdote derramando “óleo divino” sobre su cabeza o entregándole el cetro sagrado o poniendo una corona sobre la cabeza real, simbolizaban que un “poder superior” al de cualquier hombre mortal había seleccionado a esta persona y a sus herederos para mandar sobre todos los demás en sus dominios, con lealtad y obediencia por parte de aquellos que estaban por debajo de él.

En Europa, una larga serie de acontecimientos a lo largo de varios cientos de años desafiaron y debilitaron las afirmaciones absolutistas del rey o emperador: esto se debió en parte a que la iglesia católica trató de mantener o extender su propia autonomía y autoridad y en parte a los nobles y los entonces comunes que sufrían, lamentaban y resistían las decisiones y demandas arbitrarias del monarca bajo el que vivían. En la época de la ilustración del siglo XVIII, el escepticismo secular y la distensión política debilitaron y finalmente socavaron la “superstición” de la autoridad y legitimidad “divinas” de los reyes. Aunque pervivió durante el siglo XIX, el derecho de los reyes a gobernar y mandar sobre otros fue simbólicamente decapitado con la cabeza real del rey de Francia, Luis XVI, en parís en 1793.

La mística democrática del autogobierno del “pueblo”

Pero una nueva mística apareció rápidamente en su lugar a finales del siglo XVIII y principios del XIX, la “mística democrática”. Del gobierno de “uno” emergió la idea y el ideal del “gobierno de muchos”. Rougier explicaba:

Mediante una osada trasposición la soberanía se transfirió del monarca al propio pueblo. Parecía que tan pronto como el poder fuera ejercitado por aquellos que soportaban su carga, se ejercitaría con el mínimo despotismo (…)

Como se considera que todos los ciudadanos participan en la creación de la ley por medio de sus representantes, esta parece ser la expresión de la voluntad popular. Todo se someten a ella voluntariamente porque todos tienen la ilusión de haber participado en su formación y de que, obedeciendo a todos, se obedecen a sí mismos. El problema político fundamental, el de la obediencia libremente concedida, es que, en cierta manera, está resuelto por definición. De aquí es de dónde viene la gran fortaleza de las democracias. Nunca ninguna forma de gobierno ha ejercitado un poder discrecional tan amplio sobre los gobernados sin la utilización de coacción.

Comparemos la facilidad con la que estas democracias han establecido el servicio militar general o se han llevado hasta el 80% de la riqueza de sus ciudadanos sin provocar una revuelta, con la dificultad que tenían las monarquías del viejo régimen para recabar soldados e impuestos. Aunando soberano y súbito, la mística democrática ha producido el máximo de utilidad con el mínimo de recelo.

Pero la democracia “funciona”, argumentaba Rougier, solo mientras el alcance y la responsabilidad de un gobierno se extienda, en general, no más allá de garantizar, proteger y respetar básicamente los derechos de los miembros individuales de la sociedad a sus vidas, libertades y propiedades. La libertad del individuo solo está asegurada mientras que el gobierno no se introduzca en el mercado con intervenciones, regulaciones, controles y planificación central.

Es decir, la democracia servía como una forma pacífica de designar los cargos políticos y garantizar la libertad de la gente en lugar de violarla, siempre que funcionara en un entorno cultural y social basado en las ideas e ideales del liberalismo clásico político y económico. En palabras de Rougier:

Tan pronto como el estado añade poder económico a su poder político, ya sea controlando todos los medios de producción o simplemente reclamando regular la producción de acuerdo con un plan preconcebido, resulta tener todos los poderes y conceder algunos de ellos solo arbitrariamente a las personas.

En realidad, para que un individuo sea libre frente al estado debe ser capaz de arreglarse sin los servicios de dicho estado, debe ser capaz, si es necesario, de renunciar a un servicio público, sí se ve obligado a actuar contra su conciencia, si no corre el riesgo de no encontrar otro empleo. Esto es inconcebible en un régimen estatista o colectivista, en el que la persona no tiene otra alternativa que ser un funcionario, un cliente del estado o morir de hambre.

Enterrada en la mística democrática, explica Rougier, está la falacia del “pueblo” gobernando por sí mismo. Una vez se transfiere la delegación de autoridad de los propios ciudadanos a representantes en el gobierno que aprueban, administran y aplican la legislación y el derecho, se han puesto históricamente en marcha dos cosas. Primero, se ha descubierto que los representantes elegidos tienen sus propios propósitos e intereses, que pueden tener poco o nada que ver con los de los electores en su conjunto que les han puesto en el cargo político.

Y segundo, elección y reelección pueden asegurarse y mantenerse más fácilmente atendiendo a coaliciones de grupos de intereses especiales que encuentran maneras de usar el estado para sus propios fines fuera de la competencia libre y voluntaria del intercambio del mercado. El sistema político de políticos e intereses especiales “entierra el liberalismo económico utilizando la intervención estatal en su propio beneficio para mantener las posiciones que ha adquirido”, lamentaba Rougier.

Escribiendo en la década de 1930, la preocupación y el temor de Louis Rougier eran que la corrompida y corruptora “mística democrática” fuera sustituida por las “místicas totalitarias” del comunismo, el fascismo y el nazismo, místicas que rodeaban colectivismos alternativos en las formas de conflicto marxista de clase, nacionalismo agresivo fascista y “guerra racial” nazi. Eran otras concepciones de la mística colectiva de “la voluntad del pueblo” mucho más brutales y tiránicas que cualquier otra vista en la historia moderna.

La tiranía de las místicas identitarias tribales modernas

Hoy hay otras “místicas políticas” que están progresando en el paisaje de la sociedad. Están la “mística del género”, la nueva “mística de la raza” multicultural y la nueva “mística del conflicto social de clase” contra la desigualdad de rentas. Son todas versiones y formas del colectivismo cultural y económico unidas a la intolerancia demagógica de expresión, pensamiento y acción pacífica, basadas en nuevas místicas tribales de identidad del grupo dentro de las cuales se confina al individuo y de las cuales no hay salida como individuo con capacidad de pensamiento y decisión.

Y también en este caso lo que las hace “místicas”, como las definía Rougier, son las creencias irreflexivas e incuestionables no abiertas a discurso ni debate razonado: cualquier cuestionamiento y crítica de ellas se enfrenta a la histeria, la condena emocional y la insistencia en que el opositor de la nueva mística de identidad del grupo tribal debe ser silenciado y proscrito por la fuerza. Incluso, como algunos se atreven a decir, muerto como enemigo de los colectivos de género, raciales o étnicos declarados como entidades sociales irreductibles, dentro de las cuales el individuo ha de estar encarcelado cultural y políticamente.

En la década de 1930, Louis Rougier insistía en que, si se detuvieran e invirtieran tanto la mística democrática como las místicas totalitarias, solo quedaría un camino: “volver a las prácticas del liberalismo [clásico] político, económico y cultural”. Ese mensaje no es menos cierto y relevante hoy a la vista del emergente totalitarismo de las nuevas místicas de la “política de identidad” de género, racial y étnica.

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